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Los demonios de Carpentras

En medio del horror ante la profanación de las tumbas judías de Carpentras es preciso un mínimo de inteligencia histórica y de denuncia de las páginas negras de racismo antisemita. Si borramos en su totalidad esa siniestra peripecia, todo es inexplicable. Queda sólo la Resistencia, como un solo hombre, y el recuerdo del liberador, el general De Gaulle.A los judíos franceses los preservó del retorno del antisemitismo la identificación popular de la Alemania hitleriana como única responsable del crimen de genocidio. Lo cual servía, entre otras cosas, para azuzar la vieja desconfianza antialemana de los franceses, y el miedo, hoy de renovada actualidad, a la reunificación alemana.

Al igual que los lotófagos de Ulises, que olvidaban historia y país comiendo la planta mágica, unas cuantas generaciones de escolares, y después de adultos, fueron educadas por sus maestros, durante casi 50 años, sobre el heroísmo francés antifascista. Gloria de un pueblo contra los fascistas italianos, españoles, alemanes.

Se consideraba enemigo a quien, en años recientes, enseñase en una universidad parisiense la historia de la República fascista de Vichy y la creación por el Gobierno petainista del Comisariado General para la Cuestión Judía (CGQJ), un auténtico ministerio, único en su género en Europa, hasta el punto de que los alemanes felicitaron a París. El comisariado fichó a todo s los judíos de Francia y los entregó a la deportación hitleriana, como en la razzia del Velódromo de Invierno, rumbo a la solución final.

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Pudimos leer todos esos documentos en un curso universitario que di en París con algunos profesores franceses y que fue ferozmente discutido. No se trata de un asunto privado. Me atrevo a decir que la biblioteca universal, la TGB (la très grande bibliothèque), que Mitterrand está creando en París, va a recuperar también la memoria histórica del antisemitismo francés, lo cual nos permitirá mirar en el interior de las abyectas entrañas de Carpentras, tratando de comprender algo.

El pasmo de los europeos, por lo demás, es tanto mayor cuanto que acabamos de salir de las celebraciones revolucionarias de los 200 años de los derechos del hombre, aireados desde París, y con manifestaciones faraónicas que han reforzado en el ciudadano del mundo la imagen de un país unido como un solo hombre para respetarlos. Y hasta convirtiéndose en baluarte de toda libertad futura para toda Europa; un faro, en suma.

En realidad, Francia vive angustias, humillaciones y turbaciones y busca a la vieja manera el chivo expiatorio de sus propios temores en el otro, el diferente, el judío, el musulmán, a lo mejor en el ciudadano de los países del Este recién liberados de sus regímenes totalitarios, y que para los franceses asoman como bárbaros en el horizonte de la ciudadela de la civilización.

No es un misterio para nadie que los intelectuales franceses (que son además los que mejor conozco) son racistas. La filosofía europea, la del tercermundismo de la posguerra, sobre el cual soplaba la ideología soviética, había reprimido entre los "proletarios de toda Europa, uníos", amén del pasado fascista de los muchos Pétain, un subyacente espíritu racista, dispuesto a estallar ante cualquier integración de los extranjeros.

A quien conozca el verdadero racismo le resultará difícil aplicar estos insultos a los italianos, porque el racismo es una sobreestructura enteramente ideológica, una mentalidad elaborada con los libros y en las escuelas sobre la propia superioridad frente a lo diferente. En Francia desciende del feroz bloque ideológico formado por los Céline, los Brasillach, los Drieu la Rochelle, el torvo periódico Je Suis Partout (cosa que el fascismo italiano era demasiado tosco para hacer, y hasta en su colonialismo cruel inventaba cancioncillas de integración, tipo "carita negra, serás italiana". Acaso no venga mal recordárselo a los comentaristas y políticos que, a causa de los infames episodios de Florencia, han gritado tan alegre y neciamente que los italianos son racistas).

La última explosión ideológica del racismo en Francia la hemos vivido recientemente, con la identificación del nuevo demonio con el integrismo musulmán, a causa de las tres estudiantes de Creil que llevaban el pañuelo musulmán durante las clases. Francia se dividió en dos. Se dijo que dos civilizaciones, la de las Luces y la del Corán, se enfrentaban en una lucha a muerte. ¡Figúrense!

Algunos de nosotros nos preguntábamos cómo era posible que, en el mismo momento en que la democracia avanzaba en el Este como un alud y el muro de Berlín se derrumbaba, aquella intelectualidad -tan sensible, vigorosa y culta- discutiera sólo sobre el velo de las tres chiquillas que para ellos era un ala negra que ensombrecía toda Francia. Nos topamos así con la primera formulación de las consecuencias de la desaparición del enemigo en el horizonte ideológico y político de Europa.

Vivimos en sociedades que por fin han cortado sus raíces con el pasado y ya carecen del famoso radiante porvenir. El comunismo desaparece con las dictaduras rojas. Y al mismo tiempo se desvanece la imagen más popular del mal. ¿La angustia de la desintegración del imperio totalitario provoca la necesidad de encontrar otro enemigo? ¿Quién nos lanza ahora el desafío? ¿Quién quiere subvertir nuestros valores? ¿El islam integrista o los muertos vivientes del Tercer Mundo? ¿Quién recoge el papel del diablo? El árabe representa el repugnante hormigueo de los sres inferiores, gusanos.. El judío vuelve a ser el pulpo, que ocupa el centro del sistema neurálgico del poder francés, de su economía. ¡Pobre Francia! Pese a su gran cultura, de la cual somos en parte hijos y todos deudores, aquí la tenemos de nuevo dividida, en ebullición desesperada, en busca del rostro del enemigo. Ese chivo expiatorio que siempre es lo diferente, el otro. En sociedades sin crisis económica, sin crisis política, ¿hemos de esperarnos lo imprevisible?

Maria Antonietta Maccioechi es ensayista y periodista italiana.

Traducción: Esther Benítez.

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