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Tribuna:ITALIA 90
Tribuna
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Brasileños, buena gente

"¿Dos cafés, 2.000 liras?", se escandalizan los dos muchachos en la cafetería del hotel Ligure. "Por ese dinero [unas 170 pesetas], en nuestro país conseguimos más cosas". Sonríen seductoramente al camarero: "Digamos 1.000 liras los dos, ¿vale?. Y el camarero, paternal, acaba cediendo. Los turineses no entienden del todo a estos brasileños que les han llenado la ciudad de movimiento y de música, pero intuyen que son buena gente.

"Sólo que por la noche no podemos dormir", cuenta Angelo Trevese, quiosquero. "Los turineses no sabemos hacer otra cosa que trabajar, trabajar y trabajar, y por la noche no vemos el momento de meternos en la cama. Estos brasileños nos obligan a divertirnos un poco, y eso, en el fondo, no está tan mal". "Pero aquí el negocio no lo hacemos nosotros", dicen los taxistas, propietarios de comercios y restaurantes, "sino los fabricantes de banderas y camisetas". "Los brasileños van a pie a todas partes, duermen en la estación y comen bocadillos".Este Turín de la Ferrari y la Alfa Romeo, industrioso y algo pusilánime, descubre, junto con el jolgorio que traen los visitantes, el precario equilibrio económico que padecen. Y ello a pesar de que quienes han venido no son precisamente los más pobres, ni los hijos de las favelas, sino personas relativamente acomodadas. Acomodadas y bastante cabreadas con su actual presidente. Todos aprovechan para contar a los periodistas, a los ciudadanos y a cualquiera que les preste atención lo injusto que ha sido Collor de Melo al bloquearles las cuentas corrientes. "Tengo 40.000 liras diarias para gastar, ni una más". Con eso, que supone alrededor de 3.700 pesetas, les llega en este país carísimo sólo para comprarse mortadela, pan y algún refresco para la supervivencia diaria. Sin embargo, no hacen de ello un drama, al contrario. "Se ve que están acostumbrados a aguantar", comenta con admiración Franca Carsighia, dependienta en una tienda de artículos de piel, bajo los soportales.

"Yo vengo vestido así porque Collor de Melo me ha dejado sin ropa", bromea José Roberto, abogado de Sao Paulo, mostrando el conjunto de túnica y manto, a lo nazareno, en verde, amarillo y azul, los colores de Brasil. "No le haga caso", rebate su amigo Jaime, ingeniero. "Hemos venido formando parte de una expedición de 750 brasileños en el Enrico Costa, que ahora está fondeado en Génova. Antes atracaron en Barcelona y Palma de Mallorca. "Sí, sí, pero las cuentas están bloqueadas", insiste el otro. A la puerta del Estadio Nuovo Comunale, una virguería arquitectónica con los últimos adelantos tecnológicos inaugurado para el Mundial, dos empleados de la compañía aérea brasileña Varig circulan en una bicicleta gigantesca, y parecen una parábola, tratando de encaramarse a este mundo de lujo, aunque sólo sea por el tiempo que dura un encuentro de fútbol.

"¡Es el Carnaval, es el Carnaval!", canturrean los vendedores de gorritas y trompetillas cuando pasan las charangas. Porque también han traído eso los brasileños. Las ganas de disfrazarse y de jugar. Los tranquilos y esforzados turineses cabecean, sonríen con benevolencia y esperan que pase pronto el torbellino. Aunque, quién sabe, tal vez echarán de menos, cuando ya no los tengan, a estos niños grandes que durante unos días les han regalado la fiesta.

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