Riñones
Hace años, un médico norteamericano intentó montar una especie de casquería para poner a la disposición del público de su país vísceras humanas, en especial riñones. La idea era comprar en Europa y en el Tercer Mundo para vender en Estados Unidos. El precio final de un riñón, una vez cubierta la parte del donante europeo o tercermundista, la comisión del doctor norteamericano, la conservación y el transporte, podría alcanzar una cifra superior a los cuatro millones de pesetas. Como es sabido, un riñón se queda en nada una vez cocinado; no es probable, pues, que ningún millonario estuviera dispuesto a pagar tanto dinero por un plato que, aunque exquisito, ni siquiera le saciaría el hambre. Se trataba, por tanto, de una operación humanitaria dirigida a salvar las vidas de algunos de sus compatriotas aquejados de dolencias nefríticas.Ignoro si consiguió llevar adelante este propósito, que, además de producir riqueza y puestos de trabajo, generaría beneficios de orden moral, si pensamos que este intercambio habría de contribuir a estrechar los tradicionales lazos de amistad de todo el mundo libre con el pueblo norteamericano. Imaginemos, si no, la posibilidad de que en los próximos años llegara a la Casa Blanca un presidente natural de Oklahoma que llevara en las entrañas un riñón almeriense. La iniciativa debió tropezar, sin embargo, con barreras burocráticas o legales, porque no se ha vuelto a hablar de ella. Recuerdo que algunos comentaristas señalaron entonces la necesidad de poner en marcha una denominación de origen para que luego no circularan por ahí riñones congoleños como si fueran españoles. Ahora, en un laboratorio sueco, se está estudiando la posibilidad de poner a los recién nacidos un código de barras en la espalda. De este modo bastaría una pasada con el lápiz óptico para conocer el estado del donante y el precio de sus vísceras en el mercado internacional. Viva el progreso. En fin.
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