¿Es posible la nación-Europa?
En el momento presente, en el que la atención de los países de la Comunidad se concentra en la preparación de una conferencia sobre la unión política, y en el que el estatuto de los inmigrantes de¡ resto del mundo llena el debate social, el problema de las relaciones entre las naciones y las estructuras de la Comunidad adquiere un relieve especial. El diario de París Libérarion y EL PAÍS han decidido presentar sendos análisis que abordan aspectos diferentes del problema. Manuel Azcárate aborda la relación entre las naciones y una Europa política llamada a asumir una parte creciente de los poderes que hoy recaen en los Estados.Todo indica que nos hallamos en un momento particularmente contradictorio de la construcción europea. De un lado, la proximidad del mercado único en 1993, y la preparación de la unión monetaria, exigen que se den pasos decisivos hacia la creación de órganos políticos de la Comunidad Europea dotados de una verdadera consistencia. Si el déficit democrático de la CE era hasta la fecha difícilmente soportable, está. claro que el papel del Parlamento europeo deberá ser vigorizado en un futuro inmediato. ¿Cómo imaginar una moneda europea sin un auténtico gobierno europeo? Y si éste no se halla sometido a un cierto control de los representantes del pueblo, es evidente que el abandono de la democracia por parte de la Comunidad adquiriría proporciones peligrosas.Sin embargo, pese a que la construcción política de la CE es un proceso inevitable, asistimos a un renacer de los nacionalismos, que adopta en el Este de Europa formas explosivas, pero que no carece de derivas preocupantes en el Oeste. ¿Cómo explicar esta bifurcación? Se trata de fenómenos de naturaleza bien diferente. En lo referente a las instituciones europeas, éstas son el fruto de una actividad racional de un intercambio de proposiciones, elaboradas por mentes políticas, que deben desembocar en concesiones y acuerdos. Por el contrario, en la aparición de nacionalismos y racismos, la carga emocional es decisiva. Con ello nos podríamos encontrar en una curiosa bifurcación de caminos: la razón empujaría a los Gobiernos a la creación de una Europa supranacional; y la pasión arrastraría a los pueblos a la fiebre nacionalista.
España, en el momento de iniciar su nueva etapa democrática, tras la muerte del general Franco, debía enfrentarse a peligrosas tendencias centrífugas, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, por parte de movimientos nacionalistas que habían sufrido un largo periodo de privación de sus derechos más elementales, como la lengua y la cultura.Desde el punto de vista de la pasión parecía imposible llegar a un consenso sobre la redacción de una constitución, y, sin embargo, la razón se impuso. El recuerdo de los horrores de la guerra civil, y de la larga noche del franquismo, fue decisivo para que se diera esta reacción de racionalidad, no solamente por parte de los responsables políticos, sino también de la opinión en general, y se llegara a un compromiso de satisfacer, en una buena medida, la voluntad de autogobierno de catalanes y vascos, entre otros pueblos de España. En el ardor de ese debate surgió la fórmula feliz de España como "nación de naciones" que por su propia ambigüedad daba satisfacción a aquellos que proclaman a Cataluña y el País Vasco como una nación, y a los que creen que la única verdadera nación es España.
Un sentido nuevo
Lo que aquí nos interesa es subrayar que la introducción en la Constitución española de 1978 de soluciones legales e institucionales equilibradas, que permiten a vascos, catalanes, gallegos, conservar y desarrollar su lengua y su cultura, y a 17 comunidades Autónomas gozar de presidentes, órganos legislativos y ejecutivos propios, ha dado a España una estabilidad política que raramente ha conocido en anteriores etapas democráticas. Al mismo tiempo, la vida de esas nuevas instituciones engendra una práctica, que al nivel de sus sentimientos populares, da a la españolidad un sentido nuevo. La razón tiende a destruir lo irracional del separatismo.
Hacer una trasposición mecánica de la experiencia española al marco europeo sería absurdo. Mientras que España es un Estado desde hace cinco siglos, Europa como Estado tiene todavía que nacer; por añadidura, la tarea a realizar es en cierto modo inversa: en lugar de descentralizar un Estado centralizado al máximo, se trata de crear instituciones que permitan a Europa existir como entidad política trascendiendo las soberanías existentes, sin dejar de garantizar por ello la continuidad de naciones en nuestro continente. Pero, aún con todas esas diferencias, ¿no sena acaso Útil pensar Europa como nación de naciones?
Esa fórmula tendría la ventaja de subrayar que la construcción europea no puede ser una realización exclusivamente jurídica. El componente nacional está ahí y es necesario. El concepto de nación lo expresa probablemente mejor que la terminología que hace exclusiva referencia a la existencia del Estado. Y, por otra parte, la fórmula contiene el carácter nepiramidal de la construcción europea: la nación catalana o vasca en la nación española, y ésta en la nación europea.
De la experiencia española se puede derivar una cierta confianza en la eficacia de las instituciones para conducir actitudes excesivamente emocionales hacia zonas de mayor racionalidad. La actual explosión de los nacionalismos se produce a contracorriente de la historia. Y no debería en ningún caso frenar el esfuerzo indispensable para crear en la Comunidad instituciones políticas supranacionales de mayor consistencia, lo que equivaldría a reconocer al Parlamento de Estrasburgo reales poderes de control sobre el Ejecutivo, para reducir ese déficit democrático del que hablábamos. Si se dan pasos decisivos no me cabe duda de que la emocionalidad, como la intendencia de Napoleón, se movilizará tras ellos. Ya puede decirse que entre las nuevas generaciones, el hecho de "sentirse europeos" se halla cada día más extendido.
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