Irán, después del ayatolá
La vida cotidiana recupera en Teherán el pulso previo a la revolución de Jomeini
Apenas repuestos de las emociones del primer aniversario de la muerte del imam Jomeini, los iraníes se aprestan a vivir una experiencia olvidada desde el triunfo, en 1979, de la revolución islámica: la retransmisión casi íntegra por la televisión del Campeonato Mundial de fútbol. La actual situación iraní puede resumirse diciendo que la fase revolucionaria ha terminado, pero la transición hacia algo distinto no ha comenzado todavía.
Todas las noches habrá un partido en una u otra de las dos cadenas iraníes. Será toda una corriente de aire fresco que rompe la línea de relaciones tormentosas que la revolución islámica ha tenido con el deporte.Jomeini estaba radicalmente en contra del deporte como espectáculo y como negocio, y aún más de la excesiva exhibición de las anatomías masculina y femenina. Desde su llegada al poder, la televisión iraní dejo de restransmitir por razones morales competiciones de natación. La federación de fútbol llegó a contemplar la posibilidad de sustituir el calzón de los jugadores por un pantalón largo, pero, al ser consultado, el imam sentenció que esa medida no era necesaria.
Con o sin Jomeini, el gran deporte de los habitantes de Teherán es la conducción automovilística. Pese a los repetidos llamamientos del imam, los conductores de Teherán ignoraban e ignoran el código de circulación. "No hemos derribado al sha para respetar los semáforos", suelen decir. La revolución islámica ha producido toda una generación de automovilistas a los que nada detiene: ni semáforos, ni cruces peligrosos, ni señales de stop o ceda el paso, ni prioridad a la derecha... Dan media vuelta en cualquier parte, circulan en sentido contrario, se detienen en seco y dan marcha atrás...
Todas las mañanas, en Radio Teherán, el director de relaciones públicas de la Policía Municipal, el coronel Zargarán, recuerda las más elementales normas del código de circulación. Nada que hacer. Y lo peor es que a los peligros del millón y medio de vehículos de la ciudad se añaden los provocados por los limpiaparabrisas, los mendigos y los vendedores de cigarrillos y de plátanos, que se lanzan como suicidas a la calzada. Y, sin embargo, no hay una carnicería. La circulación en Teherán es mucho más fluida que en París, y los accidentes, muy raros.
Coches de tiempos del sha
Diversas explicaciones se han buscado a este milagro. Quizá sea un sexto sentido que, en el último segundo, advierte a los teheranís del peligro. Quizá que la embriaguez al volante es tan rara como los chadores en una playa nudista. Quizá la escasa velocidad que pueden alcanzar unos automóviles que en el 80% de los casos datan de tiempos del sha. Con un mínimo de 10 millones de habitantes, Teherán es una ciudad grandota, fea, de color gris y amarillento y tan helada en invierno como ardiente en verano. Como las otras metrópolis del Tercer Mundo, el éxodo rural la afixia todos los días un poco más. Hasta tal punto que los mismísimos religiosos iraníes recomiendan ahora no tener muchos hijos. Por supuesto, el único método de anticoncepción que autorizan es el ogino.
Teherán es la capital de una. revolución islámica que no sabe muy bien qué rumbo tomar en ausencia de Jomeini. El poder es compartido por el ayatolá Jamenei, el guardián del fuego sagrado, y el hoyatoleslam Rafsanyani, el hombre pragmático que tiene que hacer la apertura, que debe convertir la criatura de Jomeini en un Estado con todo lo que ello implica. Ambos hombres se vigilan por el rabillo del ojo.
Irán está a la espera. El clima es sensiblemente menos crispado que en la década de los ochenta. Las gentes, adictas o no al régimen, confían en que Rafsanyani imponga cierta liberalización política, económica y de costumbres. Por las noches circulan muchos más automóviles que en vida de Jomeini. Los cambistas del mercado negro operan con más naturalidad. Se critica sin miedo. Se bromea sobre la cerveza sin alcohol. Se ríe sin sensación de culpabilidad. Es sólo una impresión subjetiva colectiva, el convencimiento casi unánime de que, aunque todo siga igual, nada es como antes. La figura de Jomeini es única e irrepetible.
De momento, los únicos extranjeros que pueblan los hoteles Laleh y Esteghlal son hombres de negocios alemanes, italianos, japoneses y surcoreanos; aventureros particulares que con su presencia en Teherán prueban por qué sus países están a la vanguardia del mundo. Son tipos capaces de prescindir durante un par de semanas de alcohol y compañía femenina a cambio de arrancar un buen contrato. Huéspedes de los grandes hoteles son también numerosos clérigos musulmanes de Líbano, Pakistán, Afganistán y la URSS, los países donde el mensaje de Jomeini ha encontrado eco.
El color del paisaje humano de Teherán sigue siendo el negro. El de los chadores que las mujeres sujetan con la boca y el de las camisas de manga larga de los hombres. Como en los últimos tiempos de Jomeini, la disidencia femenina respecto al uniforme islámico se expresa por unas zapatillas de tenis, unos calcetines de colores o un mechón de cabello que se escapa del velo. En los hombres, casi todos con barba de tres días y ropas arrugadísimas, por una corbata.
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