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El partido de Dios, viajó en helicóptero

Medio millón de personas se congregan en la tumba del imam Jomeini al año de su muerte

ENVIADO ESPECIALCuando, tras media hora larga de dura batalla contra la competencia, los guardaespaldas del jeque Subi Tufaily consiguieron introducirle como un saco de patatas en el helicóptero que le devolvería a Teherán, el dirigente del Hezbolá libanés estaba al borde de la lipotimia. Tufaily, uno de los hombres mejor situados en la lista de terroristas buscados por Israel y Estados Unidos, se quitó el turbante, sacó un gran pañuelo y se secó el sudor mientras chasqueaba una boca tan reseca como la meseta iraní en este mes de junio.El Chinook del Ejército iraní cargaba al jeque Tufaily, a unas 40 personas apretujadas en los asientos y a un sin número de gente en pie. Así que apareció el piloto, un barbudo en flamante uniforme verde oliva, y dijo que él, por razones de seguridad, no despegaba en esas condiciones. Muchos se quedaron en tierra.

El regreso desde el cementerio a la capital iraní fue, en verdad, un digno colofón a una jornada de calor, polvo, apreturas, desmayos y dramáticos espectáculos de masas, otra más en este género alucinante que la antigua Persia no se cansa de ofrecer desde los años sesenta.

Y eso que esta vez todo estaba mucho más organizado que hace un año, cuando en el entierro de Jomeini las masas enloquecidas por el dolor estuvieron a punto de descuartizar los despojos de su líder.

El número de poseedores de la tarjeta amarilla que daba derecho a usar los helicópteros era elevadísimo. Incluía a todos los dignatarios del régimen; a las delegaciones de clérigos musulmanes de Líbano, Pakistán, Afganistán y la República Soviética de Azerbaiyán; al cuerpo diplomático; a los guardaespaldas de todas estas gentes, y a un montón de periodistas nacionales y extranjeros. En total, unas 5 000 almas

Baño de masas

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Al término de la primera parte de la ceremonia, siete horas de baño de masas y deshidratación, la muchedumbre de los poseedores de tarjetas amarillas se lanzó al asalto de los Chinook. Conforme iban llegando, ajenos por completo al soplo ardiente de los motores, al peligro de las aspas y al huracán que levantaban, los privilegiados pugnaban por entrar en los aparatos. Al patriarca armenio de Teherán, dos o tres desesperados se le colgaron de la puntiaguda capucha; el viento arrancó el turbante a un venerable ayatolá, que lo persiguió por toda la pista; unos grandes peroles con arroz, que uno de los helicópteros traía para sostén del cuerpo de guardia, rodaron sobre el ardiente asfalto.Tan exaltado comportamiento se explica por todo lo que pasó ayer en el cementerio de Beheslite Zahra. Irna, la agencia oficial de noticias de la República Islámica, habló de ocho millones de participantes en el funeral. Irna exageró, y quizá también Reuter al cifrar en dos millones la asistencia. Dejémoslo en 500.000 personas, que ya es gente.

La masa venida de todos los rincones de Irán se dividió en dos: los que accedieron a la mezquita que se está construyendo sobre el santuario de Jomeini -50.000 asientos de sombra- y los que se quedaron fuera -de pie y al sol-. A su vez, esos dos grupos se separaron por sexos, como Jomeini decía que mandaba la tradición musulmana.

Más o menos en el centro del monumental recinto, rodeando el santuario que guarda la tumba del imam, una procesión de hombres con camisas negras giraba y giraba golpeándose con las manos.

Los desmayos eran frecuentes. Los gritos no estrictamente religiosos tenían como destinatarios los eternos enemigos de la revolución: Estados Unidos, Israel y el rey Falid e Arabia Saudí. Si este último hubiera aparecido por allí. habría sido despedazado. Falid ha prohibido de nuevo este año la participación de iraníes en el peregrinaje a La Meca.

Antes del plato fuerte de la ceremonia -el discurso del nuevo guía espiritual de la República Islámica, el ayatolá Jamenei-, un predicador calentó aún más a las gentes con la recitación de letanías. Cada una de sus frases fue respondida por un unánime ruido sordo, como el del mar rompiendo contra un muro. Eran golpes de pecho.

Entonces hubo un momento de particular intensidad. En la lejanía, las mujeres comenzaron un canto, que fue respondido por decenas de miles de voces varoniles. De nuevo entraron las mujeres, y los hombres les hicieron eco. Se dispararon los puños hacia el cielo, los coros aceleraron su diálogo, el climax de la ópera funeraria se hizo insostenible y todo culminó en un sollozo colectivo. Cuando Jamenei accedió al púlpito, la muchedumbre se levantó y fue como un océano embravecido. Ya no hubo modo de volver a sentarse. Jamenei reiteró las enseñanzas de Jomeini: condenaba a Arabia Saudí, aceptaba la existencia de serias divisiones en el régimen iraní al efectuar un llamamiento a la unidad y reconocía la existencia de una grave crisis económica.

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