Una muerte evitable
ANTE LA muerte, ocurrida ayer, del recluso de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) José Manuel Sevillano no se sabe qué deplorar más, si la determinación fanática hasta la inmolación del fallecido -en todo caso respetable- o la impotencia de quienes a su alrededor no han podido o querido evitar su consumación. Este trágico colofón a la huelga de hambre en protesta contra la política de dispersión de los reclusos del grupo terrorista al que pertenecía no puede dejar de suscitar, por más que fuera previsible y estuviera incluso aceptado de antemano, profundos interrogantes sobre las circunstancias que lo han propiciado.No sólo porque el protagonista y víctima de la huelga es una persona que estaba confiada al cuidado de una institución estatal, sino también porque el fatal desenlace pone de manifiesto el fracaso en la búsqueda de vías de entendimiento para encauzar el conflicto que origina el suceso. Aspectos que exigen una larga. reflexión de todos aquellos que están capacitados para encontrar otras soluciones que las de la muerte. Una reflexión que deviene inevitable, pese al obvio reconocimiento de peligro mortal asumido por quienes deciden dejar de comer como forma extrema de protesta. En este asunto buscar soluciones es más dificil, pero más inteligente, que buscar culpables.
Tras el fallecimiento de José Manuel Sevillano, la polémica sobre si ha de prevalecer el deber del Estado de alimentar a los huelguistas de hambre aun en contra de su voluntad o el derecho de éstos a no recibir alimentos, ha quedado desfasada. El debate sólo tenía sentido si, frente a la voluntad de autodestrucción de los huelguistas de hambre en aras de sus reivindicaciones, el Estado hubiera podido garantizar de manera efectiva su vida. Pero visto que esto no es viable, la cuestión que se plantea ahora es saber si, ante la imposibilidad de evitar su muerte -objetivo con el que se justifica el acto de alimentarles contra su voluntad-, el conflicto se mantiene en los mismos términos o procede reconsiderarlo a la luz de la nueva situación. Dicho con otras palabras: si la muerte de los huelguistas de hambre es argumento que deba o no ser tenido en cuenta ante la hipótesis de un nuevo enfoque de la política penitenciaria de dispersión que les afecta.
Esta política, al igual que la de la concentración carcelarla seguida en épocas pasadas, ni atenta contra los derechos humanos ni supone un aumento de la pena impuesta por los tribunales. Por ello la huelga de hambre de este colectivo de reclusos, además de desproporcionada, es injustificada y sólo explicable por la pérdida del sentido de la realidad y el clima de coacción que se generan en el interior de organizaciones tan endogámicas como los GRAPO. Sin embargo, es concebible que la política de dispersión penitenciaria sea llevada a la práctica con un rigor innecesario o de forma que no se tengan suficientemente en cuenta algunos de los derechos de los reclusos. Por ejemplo, el de comunicar libremente con sus abogados o el de recibir las visitas reglamentarlas de sus familiares y amigos, derechos cuyo respeto es obligado por más que sus beneficiarlos sean miembros de una organización terrorista que se ha caracterizado por sus execrables crímenes desestabilizadores.
Es en este ámbito en donde puede haber un margen para enfoques inéditos del problema y para la adopción de actitudes más flexibles. No sólo porque una política penitenciaria que se precie de tal, y sea cual sea la forma que adopte, debe respetar por principio los derechos de los reclusos, sino porque la limitación o conculcación de alguno de ellos puede servir de pretexto para acciones como la huelga de hambre. Ni el Gobierno, ni la sociedad, ni la administración penitenciaria, ni los familiares y personas cercanas a los huelguistas de hambre, ni las instituciones humanitarias preocupadas por la situación pueden permanecer impávidos ante el riesgo probable de que otras muertes absurdas vengan a añadirse a la de José Manuel Sevillano.
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