La factura de la democracia
Considera el autor del artículo que el análisis de los costes económicos de la financiación de los partidos debe centrarse en sus raíces: la profesionaliz ación de la acción política, la mercantiliz ación de muchas de sus funciones, el incremento de los gastos con las nuevas técnicas de acción política y la intermediación de nuevos agentes. Sólo una presión sostenida para desvelar las cuentas de la democracia, concluye, podría dar lugar a un control eficaz.
Democracia y dinero mantienen en público relaciones difíciles: lo señalan las polémicas domésticas de estas últimas semanas. Son además relaciones íntimas, como indican cifras apabullantes, aquí y en otros países.Un ejemplo: la elección de un miembro de la Cámara Baja en EE UU costó en 1988 en torno a los 400.000 dólares. Por su parte, la elección de senadores costó un promedio de cuatro millones de dólares por escaño. En Japón se ha calculado que la campaña electoral de febrero de 1990 le significó al Partido Liberal-Demócrata un dispendio -o una inversión, si se prefiere- de unos 210.000 millones de yenes, equivalentes a 150.000 millones de pesetas: cada uno de sus candidatos necesitó un promedio de casi 500 millones de pesetas.
En este contexto, todo competidor -individual o colectivo- que no disponga de antemano de una financiación consistente puede darse por vencido: la decisión de presentar la candidatura queda, pues, condicionada por contundentes argumentos de tesorería.
La "empresa de la política" -como la llamó Max Weber- requiere profesionales -ejecutivos y asesores-, supone investigaciones de opinión y exige comunicación y publicidad de masas en toda la amplia gama que presenta la sofisticada oferta de hoy.
Todo ello se vende y se compra en el mercado. La consultoría, la investigación y la comunicación social, las empresas periodísticas, radiofónicas y publicitarias, las agencias de imagen, lobbies y despachos de influencias se benefician de este intercambio, cuyo momento más intenso y más visible -pero no único ni más importante- coincide con las campanas electorales
Mercantilización
Con todo, suscita resistencias pudorosas a reconocerlo -cuando no reacciones escandalizadas- el hecho de que la política democrática exija dinero. Un dinero que llega, no sólo a los políticos, sino en buena medida a otros agentes de este mismo tráfico: entre ellos, profesionales y empresas de prensa, radio y publicidad que obtienen parte de sus ingresos gracias a la mercantilización de la competencia democrática.
A pesar del escándalo más o menos farisaico, así están las cosas: la competencia liberal-democrática exige recursos abundantes. Sus fuentes son conocidas. Algunas -como los afiliados o la prensa de partido- han sido importantes en algunos países y para algunos partidos. No es nuestro caso. Otras, como son las donaciones de personas, empresas y grupos -tanto las gratuitas como las onerosas-, vienen de antiguo, y siguen siendo centrales en el funcionamiento de la democracia liberal de este país y de otros con más tradición democrática.
Más reciente -el primer caso lo ofreció Puerto Rico en 1957es la financiación de la actividad partidista con cargo al erario público. Se ha extendido con amplitud en los últimos 30 años, como forma general de subvención a la actividad política, combinada con la apelación al crédito privado y público.
A pesar de ello, la opacidad del sistema de la financiación política es resistente: las relaciones entre dinero y política democrática se desarrollan casi siempre en calculada penumbra. A menudo, cuando sale a la luz la cuestión se desvía hacia el terreno de la ética. Pero los escándalos morales y las condenas puritanas -como los que se prodigan últimamente- suelen dejar las cosas como estaban.
Como ciudadanos, no debiera importarnos tanto la honestidad original de los políticos. Nos interesa, sobre todo, que tal honestidad no sea puesta imprudentemente a prueba por la ausencia o la ineficacia de mecanismos y controles colectivos.
Profesionalización
El análisis de la cuestión debe centrarse en sus raíces: la profesionalización de la acción política, la mercantiliz ación de muchas de sus funciones, el desbordante volumen económico que implica el desarrollo sofisticado de nuevas técnicas de acción política y la intermediación de nuevos agentes.
Sólo una presión sostenida para desvelar las cuentas de la democracia podría dar lugar a un control eficaz. Luchar por la publicIdad de tales gastos y de sus fuentes de financiación es el primer paso para que -si así lo quiere la opinión- puedan ponerse límites al crecimiento de una factura que intermediarios de todo orden tienden a engrosar
La declarada impotencia del Tribunal de Cuentas, la renuncia de los Parlamentos o la interesada voz de los medios de comunicación no facilitan ciertamente los intentos de desarrollar algún tipo de supervisión. La intervención Judicial, por su lado, sólo es factible cuando son detectadas conductas contra la ley, pero no en otro caso.
Con todo, conviene aprovechar todas las oportunidades para debatir el problema. Porque se trata de una factura cuyo importe procede, en última instancia, del bolsillo de los ciudadanos. Como contribuyentes, cuando los gastos corren a cuenta directa de la Hacienda pública, como salarlo a profesionales o subvención a los partidos. Como consumidores o usuarios, cuando tales gastos -a partir de compromisos abiertos o encubiertos- son repercutidos en el coste de servicios o productos públicos o privados.
El ciudadano tiene derecho a saber cuánto cuesta la democracla y cómo se reparten las cargas. Sólo sabiéndolo podrá admitir libre y plenamente que la democracia no es de balde.
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