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La contradicción de Juan Pablo II

Juan Arias

Ha empezado ya la carrera para ver quién consigue llenar antes y mejor el gran vacío dejado por el derrumbamiento del socialismo real y de todas las utopías que lo habían alimentado y mantenido en pie tantos años.El más activo en la conquista de ese espacio, aún de nadie, es el papa católico, el polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo Il. Y aun quien no comparte sus ideas o su frenesí por llegar el primero para implantar una nueva bandera en las tierras abandonadas no puede dejar de reconocer su férrea voluntad de: conquista. Llegó a Checoslovaquia, condenó de manera implacable todo el pasado y comenzó enseguida a llenar el vacío espiritual, el desencanto y el desconcierto de aquellas gentes con la bendición de las piedras para construir nuevos templos católicos. La suya es hoy, sin duda, la voz más fuerte tras el derrumbado muro de Berlín. En Checoslovaquia gritó físicamente para decir que sólo Cristo, descartado por el viejo régimen, tiene en sus manos "las llaves de la muerte y de los infiernos".

La tesis de Wojtyla ha sido muy clara: haber eliminado a Cristo, haber puesto las esposas a la Iglesia, haber obligado a enmudecer a los católicos, ha dado como fruto en aquellos países una sociedad que él calificó hace poco como el "reino de las tinieblas", al que ahora sucede la luz de un nuevo día" a través de la presencia, ya no mortificada, de Cristo en aquellos países.

Pero la tremenda contradicción de Juan Pablo II es que mientras condena apocalípticamente la sociedad socialista -"enemiga del hombre" la llamó-, ha convocado un sínodo especial de todos los obispos de Europa para estudiar una estrategia que impida a los cristianos que ahora despiertan allí a la libertad religiosa contagiarse con el virus de la sociedad occidental. De donde se deduce que tal sociedad occidental, no la engendrada por el marxismo, sino por el capitalismo, tampoco le interesa al papa polaco, que la condena también de plano como "el reino del laicismo, de la droga, del ateísmo formal, de la violencia y del abuso del sexo", como acaba de decir.

Pero la pregunta que nadie le ha hecho, y que es como el huevo de Colón, surge espontáneamente: ¿cómo se explica que una Iglesia que en Occidente no sólo no ha estado maniatada, impedida, humillada ni perseguida, sino al revés, si acaso colmada de privilegios y libertad que no han tenido siquiera otras instituciones seculares, haya producido o por lo menos no haya sido capaz de impedir que se formase una sociedad que ha anunciado desde hace tiempo la muerte de Dios?

Si a pesar de que la Iglesia ha vivido en libertad en Occidente, la sociedad del llamado capitalismo no ha producido los efectos de espiritualismo que desea el papa Wojtyla, ¿qué garantías puede tener en caso de que si la Iglesia hubiese sido igualmente libre en el Este comunista hubiese engendrado allí una sociedad mejor? Porque sería un pecado de orgullo racista aceptar que los eslavos sean capaces de hacer lo que no han conseguido los latinos. ¿Qué garantías tiene Juan Pablo II de que las sociedades que ahora despiertan a la libertad y que anhelan participar a mano llenas de nuestro capitalismo puedan, a través de la reconquistada tolerancia religiosa, crear una sociedad nueva de hombres más completos, maduros y espirituales? Y aún más: ¿qué seguridad puede tener de que ahora van a ser precisamente, como señaló, los católicos "fuertes y libres", los que van a suponer una reserva espiritual para el Occidente enfermo de consumismo y de ateísmo? ¿Qué seguridad tiene de que van a ser ellos nuestros nuevos misioneros?

El papa Wojtyla tiene el mérito, y hay que reconocérselo, de no querer quedarse con las manos cruzadas frente al nuevo vacío mundial que está produciendo la explosión de la paz y esa impracticabilidad de la guerra que empieza a percibirse en el nuevo horizonte de la historia que llega. Pero su visión sacralizada de la vida, su lectura de la historia sólo en clave de trascendencia y su convicción de que la nueva Europa sólo se podrá realizar bajo la sombra de los campanarios de las viejas catedrales -como si la historia pudiera volver atrás- no sólo son antihistóricas. Podrían llegar a ser hasta peligrosas.

Un día también el papa polaco, que hizo su tesis doctoral sobre la espiritualidad del místico español Juan de la Cruz, puso sus ojos en España para que, junto con su Polonia natal, pudiera ser la levadura mística capaz de hacer fermentar el cristianismo en crisis de los países del norte de Europa protestante, en plena secularización.

Su desilusión fue enorme cuando los españoles apostaron por el socialismo y cuando la nueva Constitución no fue ya confesional. Podrían contarlo algunos obispos y cardenales españoles a quienes el papa Wojtyla les hizo pasar un trago muy amargo acusándoles de haber permitido entonces, "una Constitución atea" en nuestro país, como sí no confesional fuera sinónimo de ateo.

Después quedó convencido de que el proceso de secularización español era sólo culpa de los socialistas, que estaban descristianizando a España y violentando la fe inquebrantable de los españoles.

últimamente, Juan Pablo Il se ha dado cuenta de que en Europa su visión sacralizada y centralista de la Iglesia y de la historia no es aceptada por buena parte de los más prestigiosos teólogos católicos, la mayor parte profesores de universidad o de seminarios.

Y ha puesto sus ojos en el Este y en el Tercer Mundo. No ha sido casualidad que mientras visitaba Checoslovaquia haya querido anunciar su próximo viaje a Cuba.

Lleva razón Juan Luis Cebrián cuando dice que, si no nos damos prisa, el gran vacío creado tras el hundimiento de las ideologías y de las utopías que nos habían animado podría ser llenado "por la religión o por la magia". Juan Pablo Il quiere llenarlo con la religión, y teme que se le pueda adelantar la magia. Por ello grita contra las sectas.

Nadie puede criticarlo, porque está en su derecho. Lo que hasta los católicos más maduros le reprochan es que pretenda teorizar que la religión -y en su concepción de fondo, sólo la católica- sea el único elemento capaz de volver a dar sentido al hombre y a la historia, y no un elemento más, aunque los creyentes lo consideren esencial.

Se le reprocha que no encuentre nada de positivo en las sociedades en crisis y que condene sus ideologías sin piedad mientras que se resiste a aceptar la más mínima crítica acerca de los aspectos negativos de la institución que representa.

Lo que algunos teólogos querrían es que en este momento histórico el Papa, en vez de entrar como una apisonadora en los países descompuestos por la crisis de la utopía comunista, como si el comunismo hubiese representado todo el imperio del mal y el cristianismo todo el reino del bien, tuviese la humildad y el sentido profético de decir otra cosa. Por ejemplo, que en la historia de la humanidad dos utopías han intentado dar sentido a la vida y organizar una sociedad justa: la cristiana y la marxista. Que a ninguna de las dos se les debía o podía negar la presunción de actuar de buena fe. Que ha sido un error histórico que ambas se hayan enfrentado intentando eliminarse y anatematizarse recíprocamente. Que si una de ellas quiso eliminar a Dios de su horizonte fue en parte porque el Dios que le proponía la otra utopía fue considerado incompatible con su convicción de que la historia no sólo debía ser pensada, sino también realizada.

Y que si la otra utopía, la cristiana, combatió el ateísmo del socialismo real fue también porque estuvo siempre convencida de que un sentimiento religioso, sobre todo en clave de liberación interior, forma parte de la esencia del hombre y que no es justo sofocarlo con los fusiles, como nadie debe sofocar el gusto por el arte.

Una visión así podría ser más útil hoy para la reconstrucción de la nueva Europa y de la nueva sociedad mundial, tras el vacío que se abre ante todos nosotros, que todas las acusaciones al pasado, las condenas, las revanchas y las ganas de mezquinos desquites.

Lo que parece más lógico y hasta más humano es que hoy se dijera que ambas utopías se habían equivocado. Que ninguna de ellas ha conseguido construir una sociedad que nos satisfaga a los hombres. Y que, frente al fracaso común, la única salida sería que, olvidándose de lo inútil del pasado, sin condenas sumarias a la rumana, nos interrogásemos todos sobre qué se puede hacer ahora para, juntos, cada uno aportando errores y aciertos, volver a empezar de nuevo a construir en un espíritu sincero de diálogo y colaboración, arrinconando los anatemas. Sin la voluntad oculta o declarada de imponer nuevas colonizaciones ideológicas.

Una sociedad no ya utópica, cosa que hemos visto que es imposible, pero menos inhumana, menos hipócrita, menos desigual, menos cruel con los desvalidos, sin pesimismos estériles ni optimismos frustradores, sino con el realismo de quien ha sufrido en su carne los graves errores de haber querido prescindir en algún momento de las razones de la inteligencia para dar paso a la pura irracionalidad de los sentimientos, sea dentro de la creencia o de la no creencia.

Porque que el hombre es un animal racional es algo que ninguna de las concepciones del mundo enfrentadas por el control de la historia ha podido negar. De hecho, ambas utopías han aceptado siempre -por lo menos teóricamente- que el infierno se ha producido en la tierra cuando alguien quiso gobernar el mundo con la sinrazón.

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