Sueños dorados
Luego, cuando el mal onírico hizo crisis, nos confesó a los íntimos que primero había recurrido a su oniromante particular. Pero el oniromante, interpretando por la apariencia, las pesadillas del paciente, diagnosticó un furor anticomunista de sintomatología frenética, y le recetó un jarabe propiciador de insomnios. Continuó durmiendo a pierna suelta, sin dejar de soñar principalmente con el Fondo Monetario Internacional. Había momentos, en sus sueños, en los que los expertos del Banco de España devaluaban el franco suizo. Alguna noche, y despertaba gritando de espanto, el Banco Mundial planteaba un ejecutivo para el cobro de la deuda externa, y Moscú, que figuraba como avalista, era embargado al instante por el Ejército peruano.Bien no estaba, desde luego, lo que no alarmó excesivamente al círculo de sus íntimos, porque lo normal, en tiempos de gran mudanza, es padecer alguna anormalidad. Nos reprochaba, de repente, que al cabo de los años persistiésemos en nuestra fidelidad a Richard Strauss y a Bécquer, cuando él sólo podía cargar ya con cuarto y mitad de Campoamor. Más que nada le crispaba que se le diese la razón. Aun a riesgo de humillarle y encolerizarle, siempre había alguien que, pidiéndole disculpas, declaraba estar de acuerdo con lo que decía. Lo cierto es que el desdichado cada día resultaba más intratable.
Como había dejado de frecuentar el confesionario en su tierna adolescencia, acudió a un teólogo de prestigio para que, liberado del secreto de confesión, le aconsejase sin trabas. El teólogo, que nunca lo había sido de la liberación, ni siquiera cura obrero en sus años mozos, quedó congruentemente horrorizado del sueño y la basura que producen los sueños político-económicos. Sólo como pura y auténtica pornografia había que calificar aquellos sueños relativos al mercada de capitales y al obsceno superávit de la balanza comercial. Algo nauseabundo albergaba aquella mente despierta para que, dormida, elaborara pesadillas tales que ni Goya. Únicamente una confesión general con el asesor fiscal y financiero podría librar de la inmundicia al soñador de guarrerías, como la del fomento del crédito bancario en periodos de inflación. Por la fuerza de la costumbre, el teólogo le impuso de penitencia un óbolo, en metálico o cheque al portador, a beneficio de la asociación comarcal de teólogos.
Era comprensible que no le fuese fácil hacer una confesión total al asesor fiscal y financiero. Ni uno ni otro estaban habituados a más sinceridad que la sinceridad adobada de las imprescindibles falacias. Temía que la impudicia de sus sueños escandalizase al experimentado asesor, que en cuestión de 20 años había pasado del seminario al sindicato y del sindicato a las finanzas. No obstante, agobiado por sus desvergonzadas pesadillas, nuestro amigo acumuló valor y pidió hora a la secretaria del asesor.
Como todo el que teme demasiado antes de la acción, se encontró libre de miedo nada más tenderse en el diván y comenzar a describir sus sueños. A las primeras de cambio, el asesor le interrumpió para establecer el diagnóstico. Al igual que otros muchos de su nivel de renta, el soñador padecía un hartazgo de aciertos. Acostumbrado a creer que la humanidad avanzaba por un camino equivocado (elegido, mira tú por dónde, al doblar una esquina de la historia en algún brumoso día de un siglo cualquiera), no había resistido la euforia traumatizante de ver, por fin, que la humanidad europea comenzaba a retroceder por el camino acertado. Sólo los espíritus muy sensibles, y no era ése el caso del soñador, rehúsan como propia la victoria esencialmente fundamentada en el error ajeno. Esa clase de victoria lleva aparejado el miedo a la provisionalidad del triunfo. Y sus pesadillas denotaban precisamente que, de tanto gozo, no se lo podía creer. Puede que así fuera, reconoció el paciente del asesor, porque lo cierto es que él había consagrado sus afanes al principio filosófico de que lo importante en este mundo es ganar como sea.
No era aquel mal principio, reconoció a su vez el asesor, pero un caballero moderno ha de dejarse de filosofías y, en todo caso, jamás afirmar en público que El capital, de Marx, es menos científico que El criterio, de Balmes. No hay que ir por ahí ofendiendo más de lo necesario a Gobiernos, recién convertidos, con los que se va a hacer negocio. De acuerdo con ese matiz de exquisita posmodernidad y por aprovechar la consulta, el soñador de malos sueños preguntó al asesor cómo iba, a su juicio, el asunto de la unidad absoluta de Europa.
Por los datos que obraban en la asesoría, mejor no podía ir tal asunto. En las entendederas de la clase política al fin se había hecho la luz sobre la conveniencia de lo que podría denominarse plusvalías del mando; o dicho en estilo llano, si me dejas que yo mande a los tuyos, yo te dejaré mandar a los míos. Se trataba de la ocurrencia más original en los últimos 40 siglos, de la que eran ilustres pero pálidos antecedentes la oligarquía espartana de los treinta tiranos, o los conocidos triunviratos de César, Pompeyo y Craso, o de Chiclana, Sarratea y Passo, ya que no en balde, che, el freudiano asesor estaba casado con una bonaerense profesora de Historia. Por todo lo cual, el asesor se encontraba en condiciones de augurar no una timocracia, ni una aristocracia, ni mucho menos una democracia, sino una robusta oligarquía socialdemócrata de ribetes benefactores para todos los europeos, albaneses, andorranos y melillenses incluidos. Si, no obstante, el cliente continuaba soñando aberraciones, ya sólo quedaba el remedio quirúrgico o el ingreso en un frenopático.
Sanó. La mejor prueba de su curación es que podía contarnos a los íntimos aquel vía crucís al oniromante, y del oniromante al teólogo, y del teólogo al asesor fiscal y financiero. Que es por quien debía haber empezado. No había vuelto a soñar aquellas espeluznantes porquerías macroeconómicas. Una de las íntimas le preguntó de qué estaban hechos ahora sus sueños. Sonrió; se ruborizó; quiso cambiar de conversación. Estaba claro que había vuelto a los sueños de la carne, a los tristes tópicos de cada día, a las nebulosas y a la convicción, bendito sueño dorado, de que un rico, en virtud de la teoría de la relatividad, vive, aun viviendo ambos los mismos años, el doble de años que un pobre. De ahí que él hubiera alcanzado a vivir lo bastante para gozar de tamaño crecimiento del mercado.
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