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El mercado, la única alternativa

"No me puede preguntar si me gusta o no me gusta la economía de mercado libre. Simplemente, no hay alternativa", dice Otilia Solt, una de las más audaces disidentes de la era Kadar y parlamentaria por el partido de los Demócratas Libres.Solt, activa en la Prensa clandestina durante años, expulsada de la Universidad y persona no grata largo tiempo, ha legalizado su publicación, que se puede comprar en cualquier quiosco, y ha recuperado una cátedra de Sociología en la universidad de Budapest.

Lleva sus inseparables vaqueros y el pelo cortísimo y blanco. Fuma sin parar y se ríe estentóreamente. En un rincón, ahogada entre cientos de libros, la bandera húngara, con el hueco en el centro donde antes estaba la estrella roja. El símbolo del año. Su casa, típica de intelectual centroeuropeo, presenta un caos acogedor. Ropa y cajas en todos los rincones. Sigue siendo la sede central de SZETA, una organización de ayuda a los pobres que fundó clandestinamente en 1979 y que funciona legalmente desde hace año y medio. Hasta allí llegan paquetes con ayuda para indigentes. También llaman a su puerta ancianos, rumanos de la minoría húngara refugiados en Hungría y gitanos que no tienen qué comer o cómo pagar la luz o el carbón.

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Solt, que pertenece a la antigua oposición democrática formada por intelectuales que alguna vez fueron de izquierda y se identificaban con el movimiento de 1968, asegura que no tiene animadversión contra el capitalismo: "Tengo más rechazo hacia una economía y una política controladas por el Estado, que decide quién será rico y quién será pobre".

Solt es consciente de que al nuevo Gobierno "se le viene encima una enorme presión social", pero está segura de que puede solucionarse el problema de los sin casa: "Hay decenas de edificios antiguos y vacíos que tenían fabulosos planes de restauración, mientras la gente sigue durmiendo en las calles". Otros han sugerido la idea de ocupar las viviendas que han dejado los soviéticos, que según la Prensa magiar serán 14.500 al término de la salida de las tropas.

En un mercado al sur de Budapest se venden naranjas, plátanos y kiwis, frutas que hace un año en Hungría eran parte del sueño occidental que se veía sólo en las pantallas de los televisores. Las pirámides de naranjas se convierten en un espectáculo para los visitantes de la feria, que no siempre pueden comprar. El kilo de este cítrico cuesta 168 forintos, cuando el sueldo medio de los magiares es de 8.000 forintos (16.000 pesetas) mensuales.

En un puesto, a la salida del mercado, se instala la vieja Julishka, de Nograd, cerca de la frontera checoslovaca. Vende patatas, perejil y fríjoles negros. Tenía un campo de 20 hectáreas y 15 vacas que perdió en 1960.

Poco después quedó viuda con dos hijos y trabajó en una cooperativa agrícola. Se jubiló con una pensión de 5.000 florines, que no le alcanza para vivir.

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