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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Claroscuros catalanes

LA COALICIÓN nacionalista Convergència i Unió ha cumplido 10 años de Gobierno autónomo. En este decenio, Cataluña ha consolidado su autonomía, ha afianzado desigualmente su peso en el conjunto de la vida política y cultural española (sin llegar a igualar el papel de vanguardia que la caracterizó en el tardofranquismo y en la transición) y ha visto asegurado el futuro de la lengua catalana sin que adquirieran cuerpo los fantasmas de supuestas persecuciones para el castellano y los castellanohablantes.Todo ello ha sido posible gracias al Gobierno nacionalista, pero a veces también a su pesar y merced a los esfuerzos de la oposición o de sectores sociales y culturales que no se sienten identificados con la coalición y, sobre todo, con el partido pujolista.

Si ésas son las luces, las sombras quedan dibujadas por las dificultades que atraviesa el Gobierno de Pujol ahora mismo, en este décimo cumpleaños. Numerosos votantes nacionalistas se hallan irritados por la forma de tomar decisiones conflictivas de lo que hasta hace poco era su Gobierno.

Pujol ha empleado la contundencia que dan las mayorías absolutas, acompañada en muchos casos de la suficiencia de las decisiones tecnocráticas, para decidir sobre vertederos industriales, trazados de autopistas o aprovechamientos fluviales. Y la impopularidad de estos actos de gobierno ya no puede enmascararla con el manido espantajo del enemigo exterior y su cohorte de cómplices internos.

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Además, un desgaste interior muy parecido al del PSOE, propio de lbs latifundios del poder, ha empezado a corroer su partido, Convergència Democràtica. Este desgaste se expresa, de un lado, en las sospechas en torno a cuestiones de ética y política, y del otro, en las rivalidades personales y la aparición de un discreto y silencioso núcleo de futura alternativa, encarnada por los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya. La guinda que corona el pastel amargo de estos 10 años es la inveterada dificultad de Pujol para traducir su extraordinaria fuerza catalana en una mínima política de Estado.

La dureza del contraste barroco entre claros y oscuros no es, sin embargo, una novedad estricta. Hace años que Pujol es un político complejo y complicado, que combina el carácter temperamental con el cerebralismo frío, el acierto de la sensatez con las fugas hacia adelante de la irreflexión intuitiva. Desde el primer día en que entró en el palacio de la Generalitat fue así, y así parece querer seguir siendo.

Es el político que se sitúa al borde de la ruptura institucional y de la trágica repetición de la historia cuando desde el balcón instiga a las masas nacionalistas contra el Gobierno socialista, al que acusa de culpable de la querella contra Banca Catalana. Pero es también el presidente responsable que se quiere y se revela hombre de Estado en el momento en que Tejero asalta el Congreso de los Diputados, o que sabe enderezar entuertos propios y reactivar la proyección de la Monarquía constitucional en Cataluña. Su política, siempre excesivamente personalista, combina, de nuevo en la zona oscura, una inteligente pero fatigante gestión del lamento y del agravio con un astuto y no menos excesivo aprovechamiento y apropiación de los símbolos y los sentimientos de todos.

En la zona soleada, en cambio, hay que reconocerle acertados diagnósticos en la política de ínfraestructuras y de obras públicas -autopistas, ancho de vía europeo y tren de alta velocidad, por ejemplo-, visión de futuro en su percepción de la política europea y una persistente adhesión a buena parte -si no toda- de la política económica del Gobierno socialista.

Algunos de estos aciertos, sin embargo, tienen escasa traducción práctica. Pujol es, en efecto, una de las cabezas más dotadas de nuestra escena política, pero esta poderosa cabeza se expresa con alguna frecuencia en políticas doctrinarias y gestos desabridos: su persistente antibarcelonismo; su visión totalizante de la Generalitat, que hace peligrar la autonomía de otras administraciones, sobre todo locales, o las ambigüedades desplegadas en torno a la organización de los Juegers Olímpicos.

Pero todo esto forma parte del pasado. El futuro parece ser ahora el de un nuevo clima de diálogo o de entendimiento, al menos con la oposición socialista. Para el pujolismo -como para el socialismo gobernante-, lo menos que puede decirse es que su porvenir dependerá precisamente de la capacidad que tengan uno y otro de distanciarse del estilo de hacer política que les ha caracterizado en ocasiones hasta ahora, basado en las mayorías indiscutibles, en el ordeno y mando de las secretarías generales de los partidos, en la tendencia a enfeudar a la sociedad civil y en el olvido del diálogo como método para producir el consenso social necesario para las decisiones más difíciles.

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