Contraejemplo francés
UN AÑO después de los fastos del bicentenario de la revolución que consagró los derechos del ciudadano, los primeros meses de 1990 están siendo marcados en Francia por la grave crisis moral provocada por el perdón que se ha autoconcedido toda la clase política por los delitos vinculados a la financiación de los partidos políticos y las campañas electorales.Los socialistas franceses, promotores de la ley de amnistía que ha pretendido enterrar los escándalos político-financieros de los últimos años, y la mayoría de la oposición, que la aceptó de buen grado (pues sabe que un exceso en la denuncia puede volverse mañana contra ella), recurrieron al blanqueo del pasado ante el elevado número de casos de falsas facturas (procedimiento para enmascarar las comisiones cobradas por oficinas de intermediación ligadas a los partidos) y tráfico de influencias, en los que estaban implicados diputados, alcaldes y hasta ministros o ex ministros de todos las fuerzas del arco parlamentario. La amnistía fue aprobada desde la filosofia de que más valía pasar el trago del desprestigio de una sola vez que tomarlo en dosis durante varios años: los que durarían los escandalosos procesos judiciales abiertos en relación con la financiación ilegal de partidos políticos y campañas electorales.
Sólo en febrero 1988 y en junio de 1989, a raíz de la aparición en masa de esos escándalos, se planteó en la Asamblea un sistema de financiación pública de los partidos similar a los que funcionan en Italia, la República Federal de Alemania o España. La legislación aprobada establecía también criterios de limitación de los gastos electorales. Hasta entonces los partidos franceses habían vivido de aportaciones más o menos negras de empresas públicas y privadas, entidades financieras, cooperativas, organizaciones patronales y sindicales. En 1988, el tesorero del Partido Socialista dijo: "Basta de demagogias. Todo el mundo sabe que ningún partido político puede vivir sobre la base de las cotizaciones de sus militantes".
El desprestigo general de la clase política está afectando ya a la credibilidad misma de las instituciones democráticas. Al perdonar a los colegas implicados en asuntos sucios, los políticos franceses han asumido una culpa colectiva. De momento se registra un brutal descenso en la popularidad de François Mitterrand y un sordo movimiento de descontento entre los jueces, obligados a aplicar una ley que les repugna y que consagra la existencia de dos justicias en Francia. De otro lado, y al calor de esa situación, es cada, vez mayor el eco alcanzado por la demagogia antiparlamentaria del ultraderechista Jean Marie Le Pen. Espectáculos como el perdón acordado al ex ministro socialista Christian Nucci alimentan la idea de que existen unas reglas internas, de clan, propias de los políticos y ajenas a las que gobiernan la vida de los ciudadanos corrientes. Y que esas reglas son el reflejo de. preocupaciones, costumbres, valores y pautas de comportamiento que son también especiales.
He ahí, entonces, una lección gratuita que, a la hora de escándalos como los de Juan Guerra o Naseiro, los políticos españoles podrían aprovechar. Si, como cabe temer, la solidaridad entre los clanes políticos acaba imponiéndose sobre otras con sideraciones y la conclusión es un pacto para echar tierra encima de los escándalos mediante una amnistía de borrón y cuenta nueva, es muy posible que la opinión pública reaccione con menos benevolencia que la demostrada hasta ahora.
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