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Euforia en Barcelona

Las extrañas convergencias vacacionales de lo que aún se sigue llamando Semana Santa permiten revisar ciudades y parajes habituales según otros ritmos; y otras peculiaridades. Pasear esos días, por ejemplo, por la Rambla barcelonesa fue una experiencia nueva, no porque la calle esté más vacía y más transitable, sino porque el tiempo disponible y la capacidad de visión se han ennoblecido.Este año, los paseos en la Rambla me permitieron considerar en todo su valor dos establecimientos que me parecen ahora más significativos: la librería de publicaciones de la Generalitat en el Palau Moja y la librería de publicaciones del Ayuntamiento en el Palau de la Virreina. No voy a intentar ahora un catálogo de estas publicaciones, que abarca estudios demográficos, monografías sobre el patrimonio artístico, atlas geográficos, perspectivas y análisis económicos, normativas, reediciones de textos antiguos, guías, planes de urbanismo, catálogos de museos y exposiciones, textos legales y políticos, realizaciones y proyectos para la recontrucción de la ciudad y el paisaje, biografías de catalanes ilustres, historias nacionales y locales, programas políticos, etcétera. El valor no está en la enumeración cuantitativa, sino en la calidad que presumo en estos grandes escaparates de la actividad de las dos administraciones que regulan la cultura y la vida social de esta ciudad. No creo que haya muchas ciudades en el mundo que en sólo 10 años hayan podido presentar unos escaparates de esta envergadura.Desde luego, en España, ninguna. Madrid, por ejemplo, es un desierto en el que sólo se vislumbran los paternalismos estatales y los errores provinciales.

Este espectáculo me hace reflexionar sobre la impertinencia de algunos comentarios respecto a la situación de Barcelona y, en general, de Cataluña, que, desde hace tiempo, están apareciendo aquí y fuera de aquí, a veces, incluso, en boca de los que mandan o de los que agotan su buena información en la competencia y las luchas partidistas.

Lo que está ahora ocurriendo en Barcelona es sorprendente. Quizás entre los textos de aquellos dos escaparates de las Ramblas podríamos encontrar en falta textos de investigación de base, documentos de síntesis más completos, difíciles de reclamar a una sociedad, como la española, que hasta ahora no ha hecho más que amordazar con falta de dinero y con exceso de normativas burocráticas la labor de investigación de la Universidad y otras instituciones académicas. Pero el esfuerzo de realización, a pesar de las dificulta des, acredita una vitalidad que ya no pertenece a la sociedad civil, sino a la Administración. Y estos esfuerzos no se reducen a la documentación, sino a realizaciones sorprendentes por la cantidad y por la calidad, tan sorprendentes que han situado a Barcelona en un lugar de interés internacional como nunca había tenido. La reconstrucción y rehabilitación de la ciudad histórica y del Ensanche, la apertura de los nuevos enlaces metropolitanos, la conversión urbana del puerto antiguo, la apertura. al mar con el nuevo barrio y las playas de la Villa Olímpica, la difícil pero empeñada reestructuración y nueva implantación de museos, la política de espacios públicos y monumentos, la propuesta de un plan estratégico para el año 2000 como vanguardia de una manera nueva de planificar, la imposición de nuevas centralidades en la periferia, el Anillo Olímpico, la modernización de las infraestructuras, la calidad arquitectónica propia y de importación en los equipamientos, los dos auditorios, el aeropuerto, los nuevos archivos y las nuevas bibliotecas, los nuevos hoteles, el puerto olímpico, la conquista definitiva de Montjuïc, la revalorización del Vall d'Hebron, son sólo algunos ejemplos de esa euforia que se respira en todos los ámbitos, de la ciudad, una euforia que, digan lo que digan, se apoya también en una cierta seguridad económica inmediata y de futuro.

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Pero si uno lee sólo los periódicos o escucha los discursos no acaba de creerse la realidad substancial de esta euforia. Todo parece más problemático, más crítico. A pesar de que el ciudadano auténtico, día a día, va disfrutando de una ciudad nueva y aguanta con ilusión las molestias de una rapidísima modernización, se leen y se escuchan dudas y diatribas, correspondiendo quizás a lo que Pasqual Maragall ha llamado el "síndrome del no". Los catalanes tenemos, tradicionalmente, una tendencia al victimismo, quizás porque hemos sido vapuleados por encima de la consideración que económica y culturalmente nos merecemos. Nos apetece y nos consuela que nos consideren pasajeros de un Titánic. Pero ahora los partidos políticos se equivocan utilizando extemporáneamente ese victimismo. Los convergentes de la Generalitat dedican muchos de sus discursos a explicar que eso de Cataluña va mal porque en Madrid hay un Gobierno socialista que no nos comprende ni nos quiere. Como consecuencia, se quedan apartados de cualquier participación en el Gobierno central, lejos de los posibles convenios que harían menos justificadas sus queja!. Y los socialistas confirman siempre que pueden esos inicios de desastre achacándolos al mal gobierno convergente, cuyo catalanismo no sólo no consideran operativo, sino fruto de una clase reaccionaria, lo cual les obliga a hacer piruetas con sus propias posturas ideológicas de los años setenta. Como consecuencia, cada vez se alejan más de una posibilidad de gobernar Cataluña y, al mismo tiempo, pierden solvencia ante sus compañeros de Madrid. Es decir, nadie está dispuesto a reconocer que nunca habíamos alcanzado cotas tan altas de empuje y bienestar si con ello hay, que aceptar que las administraciones que pilotan otros partidos hacen una política aceptablemente positiva. Todos de acuerdo en hacer el triste papel de la víctima.

Y ese papel puede ser muy negativo para el futuro mas inmediato de Barcelona, sobre todo porque acabará siendo verdad que ninguno de los dos partidos tendrá opción real a la política. Y así puede acabar siendo verdad. que el Estado, sin interlocutores válidos, juegue otras bazas de futuro en vez de aprovechar ese empuje y esa euforia de Barcelona.

Ha llegado el momento de decir sin miedo que la Generalitat de Pujol, a pesar de la relativa pérdida de autoridad en la acción de gobierno, es mucho mejor y mucho más operativa que la Mancomunitat de Prat de la Riba y la Generalitat de Macià. Y que la Barcelona de Maragall, a pesar de las medioecridades que se inmiscuyen, es tina ciudad mil veces más eficaz, más representativa, más confortable, más productiva, más bella, más; justa, más entusiasta que la de Rius i Taulet o que la del Barén de Viver. Y que el gobierno de Felipe González, a pesar de la insuficiente sensibilidad económica y los errores en cultura y educación, es la mejor estabilidad democrática que ha tenido jamás el país y es el que permite: el desarrollo de la identidad de Cataluña. Si estos reconocimientos fuesen suficientemente explícitos, la euforia de Barcelona marcharía a todo gas y sin cortapisas.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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