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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una dama en apuros

LA JORNADA del pasado sábado en Londres se incorporó ya a la iconografía social de la última década del siglo XX, y, paradójicamente, coincide además con la laboriosa consolidación de la revolución de 1989. Si el fin de un liderazgo político puede ser fotografiado, las escenas de Whitehall pueden llegar a ser el epitafio de Margaret Thatcher. Son una imagen distinta del sistema anhelado por los países del Este europeo. Como diría Lou Reed, el lado salvaje de la vida.El origen del conflicto y sobre todo las torpes intenciones de quienes idearon el plan merecen ser analizados. El cambio de los impuestos municipales pretendió ser una jugada política de largo alcance: puesto que hasta ahora sólo pagaban los rates (contribución urbana) los propietarios de pisos, cobremos en su lugar el poll-tax, un impuesto por igual para todos los adultos del municipio. Con ello el Gabinete de Margaret Thatcher introducía los criterios económicos neoliberales en el ámbito de la Administración local, a la vez que se disponía a contemplar la inevitable y próxima caída electoral de los ayuntamientos laboristas, normalmente más necesitados de recursos por su mayor preocupación social. Sólo faltaba un detalle en la hábil táctica: el factor humano.

Son 10 años largos de la dama de hierro, en los que la pérdida de intención de voto en las últimas encuestas la alejan más de 27 puntos de sus rivales laboristas. Necesitaba, al parecer, un golpe de efecto para acallar las críticas entre sus partidarios y, naturalmente, recuperar el electorado perdido. Las consecuencias del desastre son evidentes. Ya hay dos candidatos a su sucesión: Michael Heseltine, ex ministro conservador, y ahora Norman Tebbit, ex ministro y ex presidente del partido, que en realidad actúa más como secante y marcador de Heseltine que otra cosa. En cualquier caso, el partido está peor que nunca.

Centenares de heridos y detenidos, edificios y vehículos incendiados, asaltos y saqueos por todo el centro de la ciudad son parte también de un error político. A nadie se le escapa que una manifestación con decenas de miles de pacíficos asistentes puede radicalizarse por la insensatez de unos pocos, pero tampoco se debe olvidar que la provocación de los extremistas suele potenciarse con la torpeza de las fuerzas de orden público. Y, en cualquier caso, la convocatoria inicial no era sino la respuesta ciudadana ante lo que consideran equivocado.

Desde el comienzo de la actual legislatura -en 1987- Margaret Thatcher inició su particular descenso a los infiernos. La obsesiva decisión de introducir las leyes del libre mercado en sectores como el de la sanidad y la seguridad social conllevó el descontento entre los menos favorecidos. Los recortes en pensiones y asistencia, la privatización del agua y la electricidad, la subida de los tipos de interés para controlar el consumo y sostener la libra, con la consiguiente irritación de quienes aspiraban a comprarse un piso -gesto de consumo que fue bandera política de la señora Thatcher en sus primeros contactos con el poder-, y la obcecación con el problema surafricano son algunos de los escalones descendidos por la dama de Downing Street. La manifestación del sábado es su recolección de tempestades.

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