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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después de Melilla

CON LA repetición de las elecciones en Melilla ha quedado completado el Parlamento y cerrado el período de provisionalidad relativa provocado por los recursos planteados tras los comicios de octubre. En la Cámara están representadas 14 fuerzas políticas. Una de ellas, el PSOE, contará con tantos escaños como todas las demás juntas. La ausencia de los cuatro diputados de Herri Batasuna (pendiente, sin embargo, de un recurso ante el Tribunal Constitucional) permitirá a los socialistas mantener en la práctica la mayoría absoluta durante una nueva legislatura, y en lo inmediato superar la cuestión de confianza a que se someterá, por propia decisión, el presidente del Gobierno. El empate teórico a 175 escaños que se registraría entre el PSOE y las demás fuerzas en caso de incorporarse finalmente los diputados de HB mantiene al Gobierno a resguardo de una eventual moción de censura, ya que para prosperar debería contar con el apoyo de la mayoría absoluta de la Cámara.Las elecciones de Melilla han supuesto que el escaño inicialmente atribuido a los socialistas ha pasado al PP, que contará con 107. En octubre, el PSOE obtuvo el 41% de los votos válidos, y ahora, el 38%. El PP, por su parte, pasa del 38% al 56%. Severa derrota. Una visión desapasionada de tales resultados indica, sin embargo, que los socialistas han. bajado relativamente poco (quedan a un punto y medio de la que fue su media nacional el 29-0: 39,5%), pero que los populares han subido mucho. Entonces, más que de un descalabro socialista cabe hablar de: una polarización del voto opositor a favor del candidato del PP. Nada más lógico teniendo en cuenta las circunstancias plebiscitarias del acto de ayer. Los electores sabían por adelantado que lo que se jugaba era la atribución o no al PSOE del simbólico escaño 176, y que únicamente el PP -que no lo obtuvo en octubre por el escaso margen de 500 votos- podría disputárselo. El hundimiento del CDS y del Partido Nacionalista Español de Melilla, que pierden 10 puntos, parece confirmar esa hipótesis. Es posible que los socialistas merecieran un severo castigo de su electorado tras los escándalos de presunta corrupción surgidos de octubre acá. Lo cierto es que de los resultados de Melilla no cabe deducir con rotundidad que ello se haya producido, y, en todo caso, la victoria de los populares puede explicarse al margen de ese factor.

Pero el hecho de que no se haya producido un descalabro socialista no significa que nada haya pasado en estos cinco meses. Incluso si sólo fueran auténticos la mitad de la mitad de los casos de corrupción denunciados, el escándalo ya sería considerable. Los socialistas han hecho un uso abusivo del poder, y al calor de ese abuso ha germinado la corrupción.

Tal como están las cosas, Felipe González no puede hacerse el distraído sobre lo ocurrido, y en el debate de la cuestión de confianza tendrá oportunidad de demostrar su sensibilidad al respecto. Su oferta de apertura a otras fuerzas políticas y sociales, realizada en el debate de investidura, fue percibida por la opinión pública como una forma sutil de autocrítica respecto a ese uso abusivo del poder. La normalización de las relaciones con los sindicatos fue un apreciable, efecto de esa apertura. Ahora, confirmado que el PSOE no dispone de la mayoría absoluta matemática, habría que concretar aquella oferta en el terreno político e institucional. Los españoles quieren mayoritariamente seguir siendo gobernados por los socialistas, pero el equilibrio político y el afianzamiento de la democracia exigen la renuncia por su parte a seguir haciéndolo como hasta ahora. Puesto que seis de cada 10 electores han votado a otras fuerzas, es conveniente que ese pluralismo se exprese más cabalmente en la composición de órganos como el Consejo General del Poder Judicial, el de RTVE, el Tribunal de Cuentas o las comisiones del Parlamento, entre otros.

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No sólo eso. Si los socialistas se decidieran por dar prioridad a la salud del sistema antes que a los intereses partidistas, deberían diseñar una política flexible de alianzas que estimulase una diferente distribución del poden Si además fueran inteligentes, traducirían de inmediato esa flexibilidad en una serie de nombramientos de altos cargos en los que no primase tanto el criterio de fidelidad o pago de servicios como el de la competencia. Precisamente porque nada sería más desorientador que reacciones tipo catarsis griega, ese diseño flexible podría compaginar, por ejemplo, una apertura al centro en la política nacional con pactos municipales con la izquierda y eventuales alianzas con los nacionalistas en algunas comunidades. Repartir poder no sólo es conveniente para el sistema, sino una exigencia de los electores. El debate del día 5 será una prueba de la sensibilidad de Felipe González al respecto. Y nada sería tan eficaz para combatir esa mezcla de frivolidad y demagogia que amenaza a la vida política española.

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