Europeos
Muchas son las circunstancias que hacen parecer más cercana la unidad dé Europa, y no sólo la económica, sino también, sin duda alguna., la política. Y ello, con un elemento nuevo y electrizante: la disgregación del sistema totalitario y la caída del muro de Berlín borran la existencia de una Europa del Este y ponen a la orden del día la unidad europea en su plena acepción.No obstante, y mientras el proyecto Europa parece avanzar a pasos de gigante, aún no se ve aparecer por el horizonte la figura que debería ser protagonista de dicho proceso: el ciudadano europeo. Tal ausencia pone e manifiesto un peligro extraordinario. Una Europa sin europeos es una contradicción absoluta, un riesgo, incluso un factor de desestabilización por ser fuente de futuros odios y rencores.
Es indudable que la actual situación internacional nos impulsa hacia la unidad europea. Desde el punto de vista financiero y económico, hace ya tiempo que las empresas meditan, al menos, sobre este aspecto. Ante la tradicional potencia norteamericana y la nueva invasión nipona, tan sonrientemente agresiva, las industrias europeas saben perfectamente que no pueden seguir actuando de forma dispersa.
Por otra parte, las ayudas a lo que tendremos que denominar a partir de ahora la segunda Europa (en espera de una más estrecha unificación), y que tiene por capitales a Praga, Varsovia y Budapest, afectan a la CE en su conjunto y habrán de ser confiadas a una decisión europea común y políticamente comprometida.
Así pues, Europa parece al alcance de la mano. Pero el ciudadano europeo aún está por llegar. Veamos.
La ciudadanía europea significa, en primer lugar, la derrota de los chovinismos, de las mezquindades nacionalistas y localistas. A niveles tan elementales estamos aún muy lejos de una situación que esté a la altura de esta tarea. Todo lo contrario. La perspectiva (le la unificación alemana, por ejemplo, admitida ya por el propio Gorbachov, ha tenido el efecto inmediato de hacer renacer viejas preocupaciones en Polonia y en Francia, añadiendo así nuevos resquemores a la persistente falta de entusiasmo por una Europa unida que corre por el Reino Unido y el mundo escandinavo.
Así pues, los nacionalismos no están retrocediendo en absoluto, y la caída del totalitarismo parece más bien enardecerlos a uno y otro lado del muro.
A este renovado nacionalismo de cuño estatal se suman los patriotismos regionales y la reivindicación, terrorista incluso, de una auténtica identidad nacional, de un derecho a la independencia, que recorre el continente de parte a parte.
En el pasado se trató de exorcizar este fenómeno (que es muy diferente respecto a la intensidad de sus reivindicaciones e instrumentos de lucha) imaginando que, en el marco de una operativa unificación europea, las reivindicaciones regionalistas y nacionalistas perderían virulencia y hallarían solución.
También yo lo pensé durante mucho tiempo, y creo que fue y es sólo una ilusión. En efecto, si queremos tomarnos a Europa en serio, deberán servirnos como fenómenos retrógrados de chovinismo tanto los antiguos patriotismos de Estado como los nuevos patriotismos regionales, incompatibles ambos con la idea de Europa.
Para que las cosas fueran diferentes sería necesario que el nacionalista irlandés o vasco (por poner los dos ejemplos más conocidos y trágicos) se sintiese, en primer lugar, habitante de Europa, y sólo en segunda instancia arraigado en la tierra vasca o irlandesa.
Nos encontramos por ello ante un trágico callejón sin salida. Los principales estímulos son, en su totalidad, de tipo nacionalista. Se privilegia la identidad del individuo en su aspecto restringido y tradicional de pertenencia, valor que, para la gente a nivel de masa, parece motivar la cociencia de los individuos y la acción de los grupos.
Por otra parte, la lógica de la pertenencia se manifiesta en todo el mundo, y no sólo en Europa, como tendencia actualmente dominante, y asume connotaciones étnicas, religiosas, nacionalistas o irredentistas (acumulando a menudo varios de estos aspectos), formas que son, en su totalidad, incompatibles con la idea universalista inseparable del concepto de ciudadanía.
Por lo demás, otro motivo parece alejar la consecución del ciudadano europeo. La oleada de inmigración que está colmando las metrópolis del continente de hombres y mujeres provenientes del Tercer Mundo determina un impulso impresionante y firme hacia el fanático reforzamiento de la lógica de la pertenencia en todas y cada una de las formas mencionadas anteriormente. Por su propia naturaleza, es ésta una lógica de intolerancia, de separación, de hostilidad.
Ahora bien, ello no es válido sólo para los blancos, también lo es para los inmigrantes de color. Es un círculo vicioso. El caso Rushdie ha puesto de manifiesto los extremos a los que puede llegar el fanatismo de la pertenencia y la pretensión de ver respetada nuestra propia identidad (en este caso, religiosa): ¡pidiendo la hoguera para quien la critica! Y no es casual que las razones de Jomeini hayan sido defendidas, en tan criminales circunstancias, por teólogos de todas las confesiones y tendencias, por ilustres rabinos israelíes e incluso por el periódico del papa Wojtyla (y también, desgraciadamente, por algunos exponentes de la izquierda laborista británica).
Lo que actualmente vuelve frágil e inconsistente la perspectiva de los Estados Unidos de Europa (perspectiva que es más necesaria que nunca) es la difusión y arraigo de una lógica de pertenencia que es fuente de las más diversas intolerancias.
Volverse europeo significa, en primer lugar, estar dispuesto a perder, o al menos a modificar radicalmente, viejas identidades. Perder viejas identidades y viejas raíces. Porque para adquirir una identidad europea tenemos que encontrar raíces europeas, ya existentes aunque olvidadas. No es ésta una invitación a despreciar las diferencias , a cultivar el miserable objetivo de la homologación. Todo lo contrario. No hay nada más ajeno al ethos europeo que la indiferencia. Pero tenemos que entendernos por encima de cualquier posible equívoco: la defensa de las diferencias, la salvaguardia de la singularidad del individuo, de cada individuo, exigemente identidades abiertas. Deben existir diferencias entre los individuos, no obstinados fanatismos de grupos y etnias dentro de las cuales desaparece cualquier posibilidad de diferencia para el individuo, pues el individuo debe valer y ser una idéntica expresión y réplica de la identidad colectiva.
De tal situación es responsable, en Europa, la política. La incapacidad de la política europea de tomarse en serio la democracia, de crear para cada individuo una condición efectiva, cotidiana y existencia¡ de ciudadanía (de derechos, vínculos, deberes, solidaridad, conciencia., poder com-partido) que ha de constituir la razón íntima y principal de nuestra propia identidad reconocida y vivida. Entonces, y sólo entonces, el vínculo religioso, nacional o étnico podrá convivir abiertamente como elemento último de enriquecimiento y no de encastillamiento.
Hoy en día, esta democracia (que es, por supuesto, formal por su propia naturaleza) es a menudo, más que formal (es decir, jurídica), simplemente fingida. La política se ha convertido en una profesión como las demás, en una fuente de lucro y de poder, no ya en una actividad disponible para el individuo. Pero sin esta disponibilidad no existe ciudadanía auténtica y cada individuo buscará en otras raíces, en otras pertenencias, las raíces de su propia identidad, el sentido de su propio lugar en el mundo.
Dicho de otro modo: no puede existir ciudadano europeo sin poder compartido y democracia tomada en serio hasta sus últimas y más radicales consecuencias. Y ello en mayor medida si consideramos que la segunda Europa vuelve a plantear la instancia democrática en todo su radicalismo y con toda su carga revolucionaria.
P. Flores de Arcais es director de la revista italiana Micromega.
Traducción: Carlos Alonso
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