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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Antes de 1992

EL PAÍS publica hoy un análisis de la evolución de Latinoamérica durante la pasada década y de las perspectivas para su inmediato futuro que es literalmente aterrador. La culpa es del catálogo de males insolubles que aquejan a un continente en el que la inflación se ha disparado; el crecimiento de las economías es, con contadas excepciones, negativo; el peso de la deuda externa, insoportable, y los niveles de pobreza crecientes de día en día.Economía y política han seguido caminos divergentes y, lamentablemente, una década que acaba con la recuperación mayoritaria de la libertad por los pueblos latinoamericanos no se complementa con la mejora de sus condiciones de vida. En este contexto, el reciente viaje del jefe del Gobierno español por varios países de aquel continente, sus entrevistas con diversos mandatarios y su protagonismo como hombre de Estado suscitan algunas reflexiones sobre el papel que juega España en Latinoamérica.

Desde hace 15 años Latinoamérica vive bajo el síndrome de la transición española. El acceso español a la democracia después de 36 años de dictadura pareció el modelo ideal a imitar para el tránsito latinoamericano de las tiranías militares a la renovada democracia. No hay que conceder, sin embargo, a la transición española más influencia de la que realmente puede ejercer. Nunca fue exportable como tal a los países americanos. Su mayor valor como modelo consistió en que finalizó con éxito los planes previstos, es decir, devolver la libertad en un sistema democrático a los españoles, y todo ello en base a una evolución pacífica desde las instituciones heredadas más que en una ruptura de lo establecido. En el continente latinoamericano la ruptura habría sido impedida por los sectores militares de los diferentes países.

Tampoco era exportable su enfoque económico: la celebración de acuerdos en dicho ámbito al estilo de los Pactos de la Moncloa, ya intentados décadas antes en Latinoamérica y agotados por las circunstancias históricas -recuérdense los pactos peronistas que propiciaron la paz entre burguesía, militares y sindicatos en Argentina, facilitando una prosperidad hoy ya imposible de concebir-. El futuro de Brasil, por ejemplo, no puede ser el modelo español de su desarrollo económico y político. La disyuntiva es otra muy distinta: una disciplina monetaria muy rígida, como en México, o una anarquía hiperinflacionista como en Argentina.

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Felipe González nunca ha tenido una posición cómoda en Latinoamérica. Ha sido y es un líder carismático. Su prestigio y popularidad le tuvo más de una vez al borde de la intervención en los problemas regionales, aunque su prudencia le impidió actuar. En cualquier caso, se ha visto obligado a contar con dirigentes próximos a sus principios ideológicos, pero objetivamente incómodos para su discreto esquema de política exterior: Daniel Ortega y Fidel Castro, que veían en él el sustento ideológico; Alan García, que pensaba encontrar apoyo para un pannacionalismo populista, y Carlos Andrés Pérez, que le había ayudado financieramente. Todos ellos, viejos camaradas de discutible rentabilidad política.

Es probable que en alguna ocasión pensara que los problemas latinoamericanos, especialmente los de Centroamérica, podían resolverse sin contar con EE UU. Se trataba de regionalizar el continente y de sustituir la vieja fórmula del "América para los americanos" por la de "Centroamérica para los centroamericanos". Pronto se vio que no era posible.

¿Qué recursos de ayuda le quedan al presidente del Gobierno español? Aceptado el hecho de que España es miembro de la CE, lo que podría interpretarse como un irremediable distanciamiento de Latinoamérica, es preciso comprender que se trata de dos fidelidades compatibles. Actuar de puente entre Europa y América no es ya pura retórica, especialmente cuando el este europeo está desequilibrando la asistencia económica que la CE puede prestar a otras zonas del mundo. La misión de España en el seno de la Comunidad consiste en impedir -acaso, con Francia y Portugal- que la revolución europea que nos ha asaltado contribuya a hundir al continente latinoamericano en la irremediable miseria del cuarto mundo.

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