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Tribuna
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Críticas de Anaïs

Jane recibió un sobre de tamaño oficial, exageradamente abultado. Contenía ocho hojas escritas a mano, firmadas por Anaïs Nin. La ayudé a descifrar la letra. Era un compendio de todos los defectos; que la señorita Nin había detectado en Dos damas muy, serias [novela de Jane]. Aquello me indignó, ya que ninguno de los dos conocía a la remitente más que de nombre; pero Jane se limitó a reír. Poco tiempo después, íbamos un día de compras por la calle 8, bajo una gran nevada, y en la entrada de Macdougal Street se nos acercó una mujer pequeña, que se llevó a Jane aparte. Hablaron durante 40 minutos, mientras yo esperaba cargado con los paquetes y moviendo los pies en la capa de nieve cada vez más gruesa. La mujer era Anaïs Nin, que estaba explicándole lo que ya le había dicho por carta. Cuando por fin seguimos nuestro camino, grité indignado:-Pero ¿puede saberse qué quería, por el amor de Dios?

-Bueno, nada. Sólo quería hacerme saber lo pésima escritora que soy.

Jane había conocido a Sartre en Nueva York en un fiesta un par de días antes de que fuera a la calle 10 a comer con su amiga portuguesa Dolores Ehrenreich. Mientras le quitaba el gabán de los hombros, oí que Jane le decía que se habían conocido en una casa de Washington Square. Él se encogió de hombros y dijo:

-Ah, peut-être. J'ai oublié.

Pero Jane insistió:

-Moi pas.

El comentario me pareció tan torpe que me eché a reír. Sartre, que era una persona sumamente seria, no advirtió nada y se puso a hablar. Pero mi risa indicó a Jane el contexto en que yo había situado su comentario: miró entonces a Sartre otra vez y salió corriendo de la habitación para no echarse a reír a carcajadas allí mismo ( ... )

Genet

Mientras yo estaba recostado en el sofá del estudio después de la comida, él se pasó horas caminando a un lado y a otro, hablándome sin parar de Jean Genet. La intensidad de su emoción le hacía temblar a veces; yo había leído El muro y La náusea y sentía gran admiración por él; así que decidí leer algo de Genet. Sus libros no se encontraban en Nueva York, pero Gian-Carlo Menotti me dejó su edición suiza de El milagro de la rosa. Como no conocía nada parecido, lo catalogué como pornografía y lo eliminé del campo de las obras que me merecían una consideración seria. No se dejaría rechazar de esta forma., por supuesto. Lo leí tres años después; una vez apagado el brillo pornográfico, la tragedia era evidente y tuve que recatalogar a Genet.

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