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Alegrías y dudas

"Nada es eterno", rezaba, hace algunas semanas, la pancarta de unos disidentes de los países del Este. Mostraban así su rechazo a las formas estalinistas de gobierno y celebraban los tan acelerados como inesperados cambios sociales que se están produciendo en esos países. La afirmación de la pancarta era muy radical, pero significativa en unos tiempos en los que parece que todo se impone de manera osada y dogmática. Desde luego nadie imaginaba -no sólo hace unos años, sino sólo hace unos meses- unos cambios tan radicales en las formas de gobierno en los. países del Este. De ahí la actualidad de esa sabia pancarta, cuyo texto parece una sentencia de Lao Tze o de Confucio.Esos notables cambios producen alegría y también algunas dudas. La alegría nace, como es obvio, de toda la oleada de libertad que sacude a esos pueblos. Las formas democráticas de gobernar son en algunos casos -especialmente entre los países más civiles- endiabladamente delicadas y problemáticas, pero parece estar fuera de toda duda que son las menos malas de las formas de gobernar. Y precisamente es así, por el componente de libertad, por lo que la libertad humana -como aspiración esencial- supone para los seres humanos. Aunque también a veces conviene recordar que la libertad fluye en ocasiones de dentro afuera y que de poco le sirven las libertades al ser que es víctima de sus iras y desequilibrios.

La alegría de esos cambios en los países del Este nace también porque con ello se acrecienta la distensión, tienden a relajarse pueblos y fronteras, ejércitos y bloques. El de la distensión era (y lo es todavía) el problema más grave que tenía planteado el planeta Tierra. La distensión, en unos tiempos de armas nucleares, es algo primordial para la convivencia. Que se borrara de la sociedad de los humanos la idea de una destrucción total sería el mayor de los logros para llegar a una vida en paz.

Otro hecho que me parece extremadamente significativo en estos cambios que se producen es el del renacimiento del fermento religioso en esos pueblos. Aunque soy totalmente contrario a los nacionalismos exacerbadamente religiosos, a la peligrosa mezcolanza de política y religión -no existe, en mi opinión, religiosidad sin sentido de universalidad-, creo que el brote de un humanismo de signo espiritual sólo puede ser útil en los tiempos en que vivimos. Desde que allá por el siglo XVIII la diosa Razón se instaurara en algunas sociedades, no son pocos los dogmas que se han impuesto en su nombre. La diosa Razón no siempre tenía la razón, la simple y llana razón de cada uno, que tan fundida está con la idea de libertad a que he comenzado haciendo referencia.

La prioridad y la exclusividad del razonar ha llevado, por ejemplo, a anular o a despreciar muchos aspectos de la psiquis, y en concreto el sentido sacro de la existencia. Sin embargo, no todos los hombres de nuestro tiempo han pensado así. Jung, por ejemplo, nos recordó con gran contundencia aquello de que "nada oculto puede deducirse por raciocinio". Es decir, si existen otras verdades (y no sólo una verdad) y si éstas se mantienen ocultas, la razón no es la vía para aproximarse a ellas. Es obvio que hay muchas verdades que los ojos no ven y la razón no comprende, y no por ello dejan de existir. Todos saben que hay situaciones que no se pueden razonar, pero sí sentir. Es la otra manera de conocer. La de que la existencia tiene también un sentido sacro es una de las más evidentes.

Particularmente trágica ha sido la evolución rumana. Muchos no salen todavía del asombro que les han producido los acontecimientos de este país. ¿Cómo ignorar hasta ahora el peso del exilio de autores como Eliade, lonesco o Cioram, todos ellos pesonalidades relevantes en sus respectivos campos? Ese peso de losa lo reconocían también los intelectuales que vivían en Rumanía, como el poeta Marin Sorescu. A éste lo vi por última vez en México, y me contó cómo tuvo que esperar hasta pocos momentos antes de salir su avión para que le fuera entregado su pasaporte. Él, que reclamado por la universidad de México tenía que representar a los poetas de su país. (Quede también apresuradamente subrayado aquí el papel que los escritores están desempenando en todo ese proceso de transformación en el Este. Los escritores, esos seres aparentemente prescindibles, pero que en noche de borrasca -cuando se encrespan o derrumban las armas, los dogmas, los sistemas- suelen iluminar la ruta).

Pero hablaba también de algunas dudas. Uno observa, por ejemplo, con estupefacción cómo lo primero que se imita y persigue de la sociedad occidental son ciertas formas -vamos a llamarlas espurias o gregarias- de ella. La fiebre del consumismo y ciertos comportamientos atrabiliarios serían algunas de las más notables. No es que estas formas de ser no formen parte de la libertad o que yo esté en principio contra ellas. Lo que no parece normal es que un modelo de sociedad comience aproximándose a otro en sus tics. Por otra parte, este tipo de comportamiento debe de ser muy conocido por determinadas multinacionales. Antes de que muchos países del Este accedieran a la libertad, ellas ya habían instalado allí sus productos.

Bueno es, pues, que los seres humanos ahonden en la fraternidad y en la universalidad, que las fronteras sean sólo meros signos administrativos y no frentes de guerra. Esa aproximación entre dos Europas, entre dos formas de ser hasta ahora distintas, pero con una misma y continental raíz, debe servír también para acabar con algunas asignaturas pendientes que ambos bloques tienen. Me refiero a la desordenada e ilimitada explotación del medio natural, al saqueo de la naturaleza. Por aquí tendrá que dar Europa, seguramente, su próximo salto hacia un mayor humanismo. En cualquier caso, no es poco esa vivísima lección de la anónima pancarta: "Nada es eterno". Quizá lo que simplemente haya ocurrido, como nos recordó Séneca, es que "con frecuencia el tiempo cura lo que la razón no ha podido curar".

Antonio Colinas es escritor.

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