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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La credibilidad de un fiscal

LEOPOLDO TORRES empezó con mal pie el desempeño de la Fiscalía General del Estado, entablando querellas contra algunos medios de comunicación, en milimétrica convergencia con la voluntad del Gobierno. Así, a las pocas horas de estrenar el cargo, se manifestaba como el menos independiente de los fiscales generales que han ejercido el cargo desde 1982, y a la vez como el más torpe: ninguna de las querellas interpuestas ha sido siquiera admitida a trámite.Por si lo anterior no fuera suficiente desgracia, acaba de saberse públicamente que Leopoldo Torres simultaneó su pertenencia a la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados con una asesoría de la empresa privada Prosegur, que presta servicios de seguridad ciudadana y protección. Bien están las explicaciones de Torres según las cuales se abstuvo de intervenir en debates relativos a cuestiones de Interior, pero entonces ¿para que ingresó en esa comisión? ¿Se abstendrá ahora el nuevo fiscal en su próximo discurso de apertura del año judicial de examinar la polémica multiplicación de compañías de seguridad que van asemejando el paisaje español más a un conjunto mal soldado de fincas particulares que a un país serio?

El nudo del problema, como se ve, no es de incompatibilidad en el sentido jurídico de la palabra. El diputado Torres cumplió la ley e inscribió en el registro sus actividades privadas. El fallo político sería, en todo caso, atribuible al presidente de las Cortes, al presidente de la Comisión de Incompatibilidades del Congreso y al del Grupo Parlamentario Socialista, personas todas ellas con acceso al registro de actividades complementarias de los diputados, quienes podrían haber deshecho el posible entuerto.

Pero ni siquiera eso es decisivo: no parece en principio que haya mucho a debatir sobre las actividades parlamentarias del diputado Torres Boursault. Incluso hay corrientes de opinión favorables a fomentar la incorporación de expertos o de interesados en determinadas especialidades a fin de enriquecer la vida parlamentaria, siempre con la condición de que se dé la necesaria transparencia. La cuestión no es que Leopoldo Torres haya sido diputado, sino que sea fiscal general. El problema es que el Gobierno socialista le haya designado para ese cargo, ya que no debe haber la menor sombra de duda respecto a que la cabeza visible del ministerio público es quien, precisamente, lleva la iniciativa de velar por la pureza de las conductas que afectan a los intereses generales.

Una persona que jurídicamente ha cumplido con la normativa sobre compatibilidades, pero al que moralmente se le puede discutir su capacidad para recriminar a nadie cualquier laxitud en el ejercicio de las funciones administrativas, esa misma persona es quien debe decidir estos días si el Estado se querella o no contra un alto cargo de la Administración autonóma catalana, el secretario dimisionario de la Presidencia de la Generalitat, Lluís Prenafeta.

Si decide querellarse o avala que lo hagan sus subordinados, pocos pensarán que fue él quien así lo decidió, sino que sospecharán que fue el Gobierno en un apretón de tuerca a la política de catarsis para todos. Si la paralización momentánea del proyecto de querella redactado por el fiscal jefe de la Audiencia de Barcelona, Jiménez Villarejo, se convierte en definitiva y no se presenta, muchos ciudadanos considerarán que Torres habrá impuesto ese criterio por servir mejor la política de alianzas del Gobierno socialista con el nacionalismo catalán.

Quizá la opinión pública sea injusta con esta diabólica alternativa. Pero la opinión no es culpable. El único responsable es el señor fiscal general del Estado, porque no goza de la credibilidad necesaria para acusar ni para dejar de acusar.

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