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La verdad de la historia

Aunque Julio Caro Baroja esté empezando, como tantos de nosotros, a verle la espalda a la vida -lo que a veces tiene su encanto-, sorprende una vez más la lozanía y el inmenso saber de este hombre, uno de los pocos sabios que en España han sido, al hablar estos días, en un cursillo organizado por el Colegio Libre de Eméritos, sobre el tema de Las falsificaciones en la historia, que tanto injusto revuelo ha producido y que tanto le hubiera entretenido a don Pío Baroja.No es mi intención comentar los hechos tan increíbles que allí cuenta sobre la capacidad de embuste, timo, estafa o artimañas de varios artistas, escritores e historiadores desaprensivos, sino soltar los pájaros que, escuchándole, han volado por mi imaginación al plantearse el agudo problema de la verdad. Me acuerdo de un libro que leí en la juventud, de Eddington, sobre La expandón del universo. Señalaba el gran astrónomo y físico británico que una teoría científica coincide con la realidad que trata de explicar en muchos puntos -los experimentos-, pero no es toda ella. Viene a ser -decía- como si en el vestuario de un hotel confundiéramos los reales abrigos con las fichas que dan a los clientes para recogerlos después. Existe una correspondencia biunívoca entre abrigos y fichas, pero evidentemente no son lo mismo. La realidad física sería así como una figura multiforme, y la teoría científica, como una curva geométrica tangente a ella en numerosos puntos. Justamente el desarrollo de la ciencia consiste en hallar otra curva que sobe aquella realidad en mayor número de puntos que la precedente y, explicándola mejor, la destrone. Una teoría es falsa cuando se descubre un hecho que la desmiente, y, más que verificarla, debemos, según Popper, hacer todos los esfuerzos posibles parafalsarla. Si resiste a ellos, adquirimos la certidumbre -que es la pariente pobre de la certeza- de que es verdadera. Mas esto supone que el murido físico al que nos referimos es relativamente estable, un mundo que, sin ser eternamente igual a sí mismo, sea perdurable durante largo tiempo, al menos desde muchos años-luz antes de que Adán apareciese sobre la Tierra.

Pero la historia, es decir, eso que le ha ido pasando al hombre en su andar por el tiempo, en lo que él ha participado, vulgar o genialmente, siendo protagonista o anónimo cualquiera, a veces como criminal, a veces como héroe, es una realidad muy peculiar que exige otro tratamiento. No obedece a la lógica ni a la ley de los grandes números, pero influyen en ella las pasiones humanas, la suerte o la adversidad, el genio singular de una mujer o de un varón, y en muchas ocasiones los esfuerzos creadores de un pueblo se malogran por las condiciones de su sociedad o de su entorno. Si la historia es así acontecimientos, éstos se producen por esas ideas, sentimientos o situaciones que constituyen precisamente su interpretación. Teoría y realidad coinciden en la historia y no son mera correspondencia, como en la ciencia. La verdad histórica, la explicación de por qué ha pasado lo que ha pasado, exige entonces un tipo distinto de razonamiento: la razón histórica que Ortega, mi padre, postulé hace tiempo y de la que no quieren enterarse todavía algunos historiadores profesionales.

Después de los datos y documentos viene la interpretación del historiador, desde la perspectiva de su lugar y de su tiempo. Al variar el punto de vista varía la historia. José Antonio Maravall, por ejemplo, dio un giro de 180 grados a la significación de la guerra de las Comunidades de Castilla, demostrando su carácter de primera revolución moderna en España y quizá en Europa, y recientemente se han publicado los escritos de los historiadores musulmanes sobre las cruzadas de los cristianos y la comparación de ambas visiones es apasionante. El falsificador, en cambio, como ese dominico italiano del siglo XV del que nos informa Julio Caro, que se inventó toda una historia antigua de España, empieza por su interpretación interesada y luego elige en el baúl de los datos los que le convienen para apuntalarla.

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Mas cuando la historia es inmediata y casi crece la hierba de los acontecimientos bajo nuestros pies, se corre gran riesgo de interpretaciones prematuras y erróneas. Así, ahora: en este prodigioso año de 1989 hemos visto cómo la Europa del Este, a la que debe el espíritu europeo gran parte de su genio y figura, que parecía sumergida - ira siempre en las aguas del totalitarismo comunista, emergía de nuevo, casi intacta, con sus mismos contornos, sus antiguos nacionalismos, sus etnias airadas, a la par que se despertaban sus lenguas y culturas entumecidas. ¿Cómo aquellos implacables regímenes comunistas, tan deformadores desde la escuela primaria de la humana espontaneidad, cautivo el pensamiento con su aplastante organización policial y militar, gobemíando tantos años que dieron tiempo para la práctica desaparición, por edad o por exterminio, de los que conocieron el mundo de antaño; cómo, repito, ese mundo marxista-leninista parece haber sido solamente un somero barniz que no ha borrado casi nada ni dejado huella alguna de grandeza o de eficacia? Todos los politólogos, periodistas, krenilinólogos del mundo se devanan los sesos buscando la explicación. Sería prematuro ver este evidente fracaso del comunismo como un simple triunfo del capitalismo. No está claro aún si las multitudes del este europeo, que han de inventarse el porvenir dentro de estrechas condiciones, quieren el mismo tipo de democracia que Occidente. Quizá aspiren, como ésta, a la seguridad -en la calle -en la salud, en la vejez-, y también quizá, como ésta, no quieran sacrificios y en sus nacionalismos no llegue la sangre al río y sus luchas étnicas alcancen un compromiso, lo cual sería deseable. O quizá no. O quizá tengan la suficiente inteligencia para no embarcarse en el capitalismo salvaje de Occidente y salven la antigua hermosura de la ciudad, creación de la burguesía, que aquél ha convertido en aglomeraciones inhumanas. Emergen esas gentes, con su mirada de náufragos, en un mundo bien diferente del de sus abuelos, donde varios de los jinetes del Apocalipsis parecen quedarse sin trabajo, y las gentes, al no sentir peligro, relajan las defensas, creen que los ejércitos sobran y asisten impávidas al desmoronamiento de las barreras de la ética política y personal.

Porque lo cierto es que, a pesar del esfuerzo informativo, no se sabe lo que pasa. La mentira fue siempre esencial en la política para embaucamiento de contemporáneos y confusión de historiadores futuros. Los políticos -digamos esto a su favor- necesitan mentir, y se definen, como uno de ellos decía en un momento de sinceridad, por ser los hombres capAces de anunciar lo que va a suceder y luego convencernos igualmente de por qué aquello no podía suceder. En definitiva, el historiador debe buscar la verdad de la historia, como en el cuento o la novela de intriga, como cuando tratamos de comprender por qué aquel amigo nuestro, en un momento extraño de su vida, hizo lo que hizo. Y la verdad de la historia de estas semanas vertiginosas -me pregunto- ¿no podría estar en el tremendo aburrimiento que representan los evangelios y la praxis comunistas? Por lo pronto, el comunismo ha batido un récord: hacer triste y aburrida aquella isla maravillosa que se llamó laperla del Caribe. La historia, a menudo, procede por motivos aparentemente menores: ¿no fue la belleza de Helena la causa de la guerra de Troya?

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