El disfraz
Le obsesionaba la idea de disfrazarse de sí mismo. Es decir, quería hallar el disfraz que sólo a él le correspondía. Pensaba, en un razonamiento que se le antojaba irreprochable, que él poseía una imagen, una presencia inconfundible, talento, y una voz que era reconocida en todo el mundo; todo ello sin duda garantizaba que debía de existir un disfraz, una otra imagen, que sólo a él podía pertenecerle.Desdeñoso con las soluciones clásicas: Napoleón, pierrot, demonio, obispo, y todo el repertorio operístico desde Otelo a Nabucodonosor, optó finalmente por fiar el cumplimiento de su idea al arte del maquillaje. Hizo comprar aceites, colores y mil composturas extrañas para el rostro, y se encerró con todo ello en su casa de campo.
Solo, rodeado de la música que amaba tanto, de los cuadros del Renacimiento que había conseguido con buenas y malas artes, se enfrentó desnudo al espejo que cubría la pared de la sala de gimnasia.
Virginia, su gata persa, llamada así por un homenaje literario, era su única compañía. Cuando sus amigos fueron a buscarle para asistir al gran baile lo hallaron sentado al borde de la piscina.
Mudo, ensimismado en las hojas que mecía el frío sobre el agua, cubierto únicamente por un gabán. No reconoció a nadie. Su rostro embadurnado de colores tenía marcados los dedos de alguien que quiso borrarlo y una arruga profunda y vertical en la frente que nadie había visto antes.
Virgina, único testigo de aquellas horas, le lamía suavemente las manos.
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