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El hombre y sus imágenes

Acabo de regresar del mitin que se convocó en Soweto para dar la bienvenida a Nelson Mandela. Constituyó una ocasión única para todos los presentes, y también para mí -un simple puntito entre la multitud como uno de los blancos que se han sentido identificados con el Congreso Nacional Africano desde los tiempos en que hacerlo era considerado delito.La alegre multitud que llenaba el campo de fútbol parecía moverse como si se tratara de un solo cuerpo, como si fueran abejas. Incluso se alzaban los unos a los otros para poder alcanzar una especie de promontorio que había al otro lado de las vallas. Eran personas -blancas y de color- que habían crecido durante los 30 años que Mandela pasó en prisión, y a pesar de eso no había ni un solo niño negro que no supiera quién era aquel hombre. Lo mismo podría decirse de los blancos, tanto de los enemigos como de los partidarios de la libertad de los negros. A pesar de estar aislado entre cuatro paredes, este hombre siempre ha estado presente en la vida de los surafricanos.

Cuando Mandela llevaba 20 años en prisión, el obispo Desmond Tutu recibió el Premio Nobel de la Paz. Cuando lo aceptó declaró que lo hacía por Mandela, por todos los presos de conciencia, por todos los ciudadanos negros que trabajaban para unos jefes blancos que ni siquiera conocían. sus nombres. El día en que Mandela fue puesto en libertad, un periodista preguntó al doctor Nthato Montlana -una figura representativa de la resistencia en Soweto- si no pensaba que Mandela debería ahora quedarse a vivir en Soweto, "con su pueblo", Montlana respondió: "Él no es de aquí, es de Suráfrica. En cualquier parte del país que viva estará con su pueblo". Esto puede parecer una declaración grandilocuente, pero curiosamente es la pura verdad.

A excepción de la derecha conservadora surafricana, cuya ala más extremista de ideología nazi utiliza la esvástica en su estandarte y muestra carteles con el eslogan "Que cuelguen a Mandela", la población blanca, aunque no haya aceptado sin reservas el regreso de Mandela, le considera la persona -la única persona- que puede absolver y resolver: absolver el pecado del apartheid y resolver los problemas de reconciliación e integración. Incluso el presidente De Klerk, que ha demostrado mucho valor liberando a Mandela, está de acuerdo con esta idea. Cuenta con Mandela; sin él, sin esta paloma legendaria traspasando los barrotes de su celda con una rama de olivo que ha llevado en el pico durante tres décadas, no es posible que Suráfrica se transforme en un país en el que el electorado blanco de De Klerk pueda vivir en paz.

Para la población negra, el Mandela encarcelado era la imagen de su liberación; a esta imagen se superpone la que de él tienen los blancos: la del hombre que puede hacer posible su salvación. Ambas imágenes constituyen una sola.

Allí estaban las fotografias, mil veces reproducidas, del hombre joven, alto, sonriente y peinado a la antigua; y allí estaba también el héroe mítico (nuestro Che Guevara, por no decir nuestro Mesías), inmortal aunque en algunos momentos se pensase que nadie volvería a verle con vida. En la portada de Time apareció su fotografía como si se tratase de un auténtico ídolo de masas a medio camino entre Harry Belafonte y Howard Rolling Jr.; la verdad es que el hombre recién liberado no se parecía en nada a ellos. Éste era el hombre auténtico, real, aquel en cuyos rasgos podía verse la dureza de sus 30 años de prisión, las marcas de su increíble autodisciplina, de su reflexión, sufrimiento y fe en el logro de su objetivo: la dignidad humana. Un rostro impresionante.

Ahora él está aquí. Frente a nosotros, entre nosotros. En Soweto habló sin rodeos tanto a negros como a blancos. Cortó las adulaciones de la multitud pidiendo a los negros el fin de la violencia entre su propio pueblo y recordando a los blancos su responsabilidad por las consecuencias que había traído la pobreza, el desempleo y la marginalidad causados por unas leyes que ellos habían promulgado y que ahora debían abolir.

Muchos depositan en Mandela todas sus esperanzas, aunque no lo expresen en un lenguaje tan claro como el suyo. "Reconciliación" en una "nueva Suráfrica" significa para él enfrentarse con las necesidades que cientos de miles de negros tienen y han tenido desde la Guerra Mundial, necesidades tan básicas como la vivienda. Significa llenar el vacío de personal especializado que la economía necesita desesperadamente en un país en el que la mayoría de la población ha recibido una educación inadecuada y segregacionista. Significa, por mencionar sólo uno de entre los múltiples problemas, el transformar un ejército y un cuerpo de policía que han actuado como enemigos brutales de la población surafricana durante generaciones.

Una parte de los blancos ha dejado en manos de Mandela los problemas de hoy y de siempre, como violencia, control de las multitudes o asistencia a la escuela de los niños negros. Pero él es realista y no se deja llevar por el entusiasmo. Reitera firmemente que "ningún líder en solitario" puede asumir la enorme tarea de conseguir la unidad y rehacer Suráfrica, que toda decisión debe ser tomada de acuerdo con el Congreso Nacional, Africano, del que él es simplemente "un miembro leal y disciplinado". Las responsabilidades recaen en los blancos, que deben aceptar la política y el punto de vista de este Congreso igual que aceptan a Mandela. Deja absolutamente claro que el que haya abundancia o pobreza depende de la comprensión, tanto por parte de los negros como de los blancos, de lo que significa realmente "el gran mensaje". Se trata de construir una Suráfrica unida, sin racismo, democrática y libre. Mandela no quiere que se le adore; lo que quiere es que la nación surafricana sea reconstruida desde la unidad. Ésta es su grandeza.

N. Gordimer es novelista surafricana. Traducción: Lorena Catalina.

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