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¿Qué puebo?

Fernando Savater

Hay cierta forma de plantear los problemas políticos o morales que logra la filigrana de asentar una respuesta arbitraria so capa de pregunta neutral. Es decir, el que pregunta lo hace de tal modo que no puede obtener más que la respuesta que desea forzar o deja a su oponente convicto de mala fe. El truco consiste en que el énfasis :interrogativo recaiga sobre la parte predicativa de la cuestión, colando de rondón un sujeto que ya incluye ese predicado entre sus notas propias. Así, por ejemplo, en el tema del aborto, cuando alguien con supuesta ecuanimidad exclama: "Pero, vamos a ver, matar deliberadamente a una persona ¿es cirugía o crimen?", o "Si el derecho a la vida es el más básico de los humanos, ¿es lícito quitar la vida a un ser humano porque su madre no desea su nacimiento?". Naturalmente, si el feto es una persona, un ser humano, un niño, un registrador de la propiedad bajito o algo por el estilo, la pregunta sobre el. aborto no puede tener más que una respuesta: quod erat demonstrandum. El procedimiento parece demasiado grosero, pero ftínciona. Y cuando se insiste en que el caso a debatir versa precisamente sobre si los fetos son niflos o personas y no sobre si hay derecho a matar a personas o niños, río falta quien le- reproche a uno esquivar el fondo de la cuestión.Lo mismo está pasando con el dichoso problema de la autodetenninación, que ahora -por imperativo ilegal- nos toca tomar en serio. En este caso, la pregunta Suena así: "¿Tienen derecho los pueblos vasco y catalán a la autodeterminación7. Como se da por supuesto que un pueblo es una entidad étnica., histórica y políticamente diferenciada, poseedora de identidad propia ante los ojos del juez supremo, discernible de sus vecinos pese a las espurias aleaciones sobrevenidas y portador de esenciales valores eternos, entre los que destaca la vocación de poseer Estado propio, la respuesta a dicho enigma no puede ser más que afirmativa. Que la autodeterrain ación de marras sea independentista o federal, dinámica o estática, constructiva de naciones nuevas o destructora de las viejas, tanto da para el caso. Si cada pueblo es una entidad distinta, de las otras y, con soberanía política inalienable, la pregunta por el derecho a la autodetermin ación viene a ser tan dificil de contestar como aquella otra célebre encu.esta sobre el color del caballo blanco de Santiago.

Si no me equivoco, lo discutible no es la a utodeterminación, sino el pueblo. Hay usosdescriptivos de la palabra pueblo, en los cuales funciona como una abreviatura del grupo de individuos que viven juntos en un territorio, compartiendo rasgos culturales convencionalmente elegidos entre todos los posibles (verbigracia, la lengua sí y la religión no, o al revés), y cierta memoria histórica común, cuya relevancia es determinada también de modo pasablemente arbitrario. Otros prefieren un uso emotivo de pueblo, basado en la lírica, el folclor y el alma colectiva: el pueblo es noble, alegre, sencillo, espontáneo, iridustrioso (o festivo), sufrido y generoso; a menudo, ¡ay!, oprimido, etcétera. Un tercer uso de la palabra es normativo: pueblo es lo que hay que ser, lo que vale y tiene razón frente a la conspiración egoísta de los individuos y el imperialismo depredador de oligarquías multinacionales. Los tres empleos de la palabra (quizá salvo el último, que resulta el más indigerible) tienen su disculpa, siempre que no reciban demasiado énfasis. Pero en todos los casos se trata de una entidad que funciona a gusto del consumidor, una ficción útil presentada como una esencia indiscutible, clara, distinta e inmutable. Para darle mayor instrumentalidad política se suele reforzar el concepto de pueblo con el de nación, no menos ambiguo, y de este modo ha intervenido en todas las empresas estatales desde el romanticismo. En nuestro siglo, al emprenderse el proceso descolonizador, los organismos internacionales refirieron el derecho de autodeterminación al pueblo exigiendo a éste los rasgos de diferencia étnica, subordinación política y alejamiento geográfico de la metrópoli. RequIsltos convencionales, desde luego, pero ni más ni menos que cualesquiera otros que entren en la descripción del pueblo.

Alfonso Sastre, que de cuando en cuando amplía el área de su incompetencia hasta zonas no subvencionadas, y pasa del teatro al artículo político, criticaba hace poco esta doctrina descolonizadora del pueblo llamándola "del agua salada", por convertir al pueblo en cosa remota y ultramarina. No hay que fiarse de la topografla ni identificar sin más Estado con nación, nos dice. La advertencia es bastante superflua, porque todos los Estados nacionales están hechos a la vez de varias naciones, ya que a éstas, para serlo, les basta reclamarse como tales: la nación vasca es tan legítima como la española, sin duda, pero no más que la nación navarra, alavesa, vizcaína o guipuzcoana. Para resolver tales contenciosos suelen surgir, por lo común, los Estados. Pero Sastre no se corta ante semejantes dificultades, porque él, a las naciones, y sus correspondientes pueblos, las identifica a simple vista. ¡A la legua se nota que los vascos son nación, pueblo y toda la pesca! Además aporta el testimonio confidencial de José Bergamín, quien le dijo que había descubierto la existencia de la nación vasca mando sus padres le llevaban a veranear a Hondarribia, entonces Fuenterrabía. No sé qué resulta más insófito, si este descubrimiento o el hecho comprobable de que, citado por los abertzales, Bergamín (que podía ser cualquier cosa menos lerdo) parece bobo de pedir sopa. Debe ser contagio con sus repetidores.

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Parafraseando a Schopenhauer cuando se refería irónicamente al espíritu hegeliano, pudiera decirse: ¿el pueblo?, ¿quién es ese mozo? Y la chunga vale naturalmente lo n-úsmo para el pueblo catalán o vasco que para el español. Que no nos vengan ahora con pueblos cuando tantas esencias absolutas van siendo descartadas. Mucho me temo que Europa vaya a tener próximamente más problemas con los pueblos de los que tuvo con los Estados. En Cataluña o en el País Vasco lo que hay son diversos modelos de ciudadanos del Estado español, un Estado surgido de la fuerza, la oportunidad y la marniobra, como todos los demás. Si parece ventajoso organizarlo de otra manera a petición de algunos de sus socios, hágase así, porque tampoco los Estados son esencias sagradas. Subirse a la parra de la unidad de la patria o del Ejército como garante de afiliación forzosa a la bandera no es más que otro numantinismo irracionalista. En tal sentido,justo es decir que en el discurso del Rey durante la Pascua Militar me pareció escuchar más ecos anticonstitucionales que en ninguna de las declaraciones de Arzalluz o Pujol. Pero que quede claro que con tal transforin ación, si Negara el caso, no se devuelve ningún derecho irrenunciable a ningún pueblo oprimido, sino sencillamente que se institucionaliza otra convención política a petición de nuevos políticos con nuevas ambiciones. Los cuales no retroceden ante ninguna tergiversación por ridícula que parezca, como prueban estas palabras del secretario de Esquerra Republicana de Catalunya, Ángel Colom: "Se trata de que en la casa común europea, los catalanes tengamos nuestro apartamento, como los suizos y los húngaros, y no una habitación pequeña, estrecha, húmeda y sin sol en la mansión española" (Diario 16, 17 de enero de 1990). íHace falta mucha confianza en las tragaderas de la clientela propia como para presentar a Cataluña encerrada en España como en una celda de castigo! Porque la verdad es no sólo que ni vascos ni catalanes son pueblos esencialmente diferentes del supuesto pueblo español, sino que son los principales beneficiarios del Estado español moderno. El que mejor conoce lo que se pretende con tantas proclamas diferencialistas es probablemente Josep Borrell a la hora de recaudar la contribución a la caja común. Por eso no creo que la pasión autodeterminista vaya mucho más allá de la retórica, y en tal sentido, bueno sería dar cauce sin demasiado estruendo a la propuesta de los partidos moderados vascos, pues después de todo lo importante es frenar a los lunáticos violentos, aunque para ello haya que bailar -un rato en corro con los viejos del lugar. ¿Independencia? ¡Venga ya! Hasta el menos escrupuloso de los tahúres sabe que cuando va ganando no puede levantarse de la mesa sin pedir permiso a los demás jugadores.

F. Savater es catedrático de Ética de la universidad del País Vasco.

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