_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuestiones inútiles

¿Hay corrupción en la vida política española? He aquí algo que preocupa a mucha gente sin caer en que es una pregunta ingenua, o falaz, y de respuesta imposible, o también falaz.Porque, vamos a ver, ¿qué es corrupción? Corrupción es desintegración, podredumbre. Concepto que se aplica a cosas materiales. Figuradamente, también a conductas. Pero ya entramos en el terreno de la metáfora, que puede ser una eficaz herramienta expresiva, aunque no tanto descriptiva, definidora de una realidad.

Y, en efecto, así sucede en el ámbito de las conductas políticas. Cualquier aspirante a doctorcillo en cosa social nos anonadará con un sinfín de distingos: ¿se refiere usted a prevaricación, cohecho, desviación de poder, licencia de costumbres, malversación de fondos públicos, mentiras sistemáticas, engaños, enriquecimientos súbitos, nepotismos, arbitrariedades, abusos de poder?, y así sucesivamente. Amigo, aquí hay que hilar fino. Estamos opinando sobre conductas, y rondamos o caemos en el ámbito del derecho penal, y ahí no caben metáforas, porque para mandar a la gente a la cárcel hace falta algo más que un tropo literario.

Así, el ingenuo que cree saber lo que dice, porque en su simpleza lo ve muy claro, pronto quedará convencido de que no sabe nada. O, al menos, anonadado ante la doctoral disección. Entonces, ¿por qué habla? Los ignorantes, a aprender; o, mejor, a cuidar con esmero su ignorancia. Primera conclusión: la corrupción no existe, porque es una metáfora. Segunda: en el caso de que exista, no es corrupción, sino otra u otras cosas.

Pero hay más. ¿Usted ha visto la corrupción por algún sitio? No, no la he visto; pero me lo han contado, y lo he leído en los papeles. Pues eso no sirve; ¿cómo se atreve usted a afirmar algo sólo porque lo ha oído? Usted es un irresponsable.

Ya es difícil que un sujeto, incluso poeta laureado, pueda ver una metáfora dotada del don de la corporeidad. Pero hay gente con poderosas facultades. Yo sí he visto la corrupción; hablo de lo que he visto, dicen algunos atrevidos. El aspirante a doctorcillo podrá mirarlos con aire compasivo, y sólo porque el aspirante es persona bondadosa. ¿Usted cree que para que una .cosa exista basta con que la vea? Otro irresponsable, y de más grueso calibre que el anterior. ¿Por qué la gente será tan superficial? Sólo existe, mi querido amigo, lo que se prueba. He ahí la clave del asunto. Estos tipos son reos de lesa gnoseología. ¿Usted puede probarlo?

El irresponsable debe empezar aquí a tentarse la ropa. Porque, salvo casualidades que se dan mayormente en las películas de Hitchcock, sólo puede probar la corrupción el que está dentro de ella, como ejecutor, beneficiario, intermediario o algo así, o como espectador. Pero ¿puede haber un espectador inocente de la corrupción? Parece que la corrupción sólo podría probarse por la autoimputación de los corruptos. Difícil lo ponen, qué demonio.

Tercera conclusión: esa otra cosa que podría ser la corrupción, si fuera algo, es de prueba imposible. Luego la corrupción no puede existir, por su propia esencia. Y, si existe, tampoco existe, porque no se puede probar, y lo que no se puede probar no existe.

Pero no termina aquí la cosa. Como el mundo está tan loco, y ya nadie es lo que era, los totalitarios de antes son adalides de la libertad, los antitotalitarios se transforman en déspotas fácticos, la lógica ya no es la lógica y el pensamiento es el antipensamiento, podría ocurrir que, llegado el caso, se llegue a probar lo que, sobre no poder probarse, no existe. ¿Y qué nos encontraríamos?

Está claro que es imposible saber algo así. Pero podemos imaginarlo, lo que nos deja además una mayor libertad de juicio. Podemos imaginar, por ejemplo, que los partidos políticos se sustentan, aparte del presupuesto público (hecho nada imaginario), de secretas y brillantes comisiones pagadas por los adjudicatarios (¡qué horrible palabra!) de contratos públicos o beneficiarios de subvenciones, acuerdos, autorizaciones, concesiones, permisos y otras mercedes procedentes de ese haz de bondades que es el Estado, en su más amplio sentido. ¿Y es que eso está mal? Falta de sentido histórico que tiene la gente criticona.

En cuanto alcanza nuestra parca memoria histórica, la humanidad ha intentado atraerse los favores del poder, supremo o no, o ha agradecido los favores concedidos, mediante dádivas de toda clase; incluso han utilizado ese procedimiento para precaverse contra su presumible enojo: bueyes, becerros, gallos, corderos, alimentos, oro, hasta seres humanos. Y sin garantía de resultados.

Si lo que estamos imaginando llegara a ser cierto, habríamos dado un gran paso adelante en la vía de la civilización y el progreso: las comisiones son a beneficio otorgado, sin incertidumbre alguna, y despojadas de esos aspectos sanguinolentos repugnantes a una sensibilidad moderna; hemos alcanzado el reino de la racionalidad; en vez de un dios impreciso, una organización benemérita inscrita en un registro público. Cuentan de gentes que intentaban comprar su misma salvación eterna, o al menos un alivio de la merecida pena ultramundana, y los ponían como ejemplo de edificación. ¿Por qué este farisaico escándalo cuando, por ejemplo, lo que se retribuye es la concesión de una subvención para inversiones creadoras de puestos de trabajo o estimuladoras de zonas deprimidas o neutralizadoras de la terrible polución atmosférica? ¿Por qué no se va a retribuir una organización que, gracias a la bendita disciplina, aparece tan evidente come, causa del efecto beneficioso, sin ampararse en las brumas de antiguos dioses borrosos de los que se podía sospechar hasta cínica estafa?

Imaginemos un paso más: que la comisión no sea para la organización, sino, en todo o en parte, para muy concretos sujetos de carne y hueso, que, con su labor ,de estudio, decisión e intermediación han conseguido aquel benéfico efecto que mana de la organización poderosa. Pero parece justo que no sólo esta organización sea retribuida, sino quienes, con su sudor, la mantienen día a día. No hay oficio sin oficiantes ni organización sin personas que la sustenten. Además de los dioses del olimpo existían los semidioses, las erinias, los dioses menores, los manes, los penates y tantos otros. Y ahora, al fin y al cabo, ¿no hemos vuelto a un moderno paganismo, según severos y acertados predicadores? Un nuevo politeísmo ha ocupado nuestra sociedad. Resultará razonable retribuir a todos los diosecillos de por ahí. ¿O es que alguien va a ser tan insensato de dejar a pan y agua a los múltiples dioses de las recalificaciones de terrenos o a quienes les mantienen el buen talante? Como en los buenos tiempos, cada ciudad tiene los suyos; menos mal.

Además, estas prácticas imaginarias responden a lo mejor del ser humano, el espíritu de agradecimiento. Sólo una adusta e inhumana moral (llamada, por lo demás, a estrellarse contra la humana piedad) podría pretender que la gente deje de expresar lo mejor de sí misma materializando su agradecimiento al dispensador de mercedes. Que en vez de un exvoto larguen un talón bancario al portador o un fajo de billetes es cosa del tiempo, y prueba adicional de generosidad: en vez de arrimarle al diosecillo un bien concreto de utilidad dudosa y dificultosa liquidez, le proveen del bien fungible por excelencia, el que es la medida del valor de todas las cosas: dinero, y así el diosecillo podrá transformarlo en lo que quiera, e incluso quedarse absorto en acto de abstracta y concreta contemplación. No hagamos un mundo de gente desagradecida por imperativo de la ley. No suprimamos el espíritu limosnero. No matemos la generosidad que ennoblece.

Entonces ¿por qué se habla Pasa a fa página siguiente Viene de la página anterior tanto de corrupción? Algunos políticos, seres ambiciosos por naturaleza y que resultan principales víctimas de las habladurías, son los creadores básicos de esas falsas especies. ¿Por qué? El que sepa algo de politeísmo histórico tiene clara la respuesta. Los dioses del olimpo, y los provinciales, municipales y familiares, andaban a la greña porque todos querían mandar, por el gusto de hacerlo y, se supone, porque cuanto más mandaran más dádivas recibirían. Y no reparaban en medios. Lo mismo sucede ahora. Y aunque todos los políticos saben que ninguno está corrompido, porque la corrupción ni existe ni puede existir, algunos se la imputan a los otros para ver si los desbancan. Ya se sabe que Lucifer fue producto de la soberbia y el deseo de poder.

Así acaban convenciendo a la gente de que lo imposible es real, e incluso de que esa realidad imposible, en el caso de que fuera posible, es detestable, cuando de suyo es digna de toda loa. Es cierto que también ayuda en esa contienda un género de sujetos que rondan a los dioses y que se llaman periodistas; los propios políticos los estimulan contra sus adversarios, y luego los befan por hacer bien su trabajo cuando les da por tener ideas propias. Pero es que, además, desde que unos colegas animosos se cargaron con su diligencia al mismísimo Júpiter tronante, los jóvenes y no tan jóvenes cachorros buscan y rebuscan para cobrar -por cuenta de la malhadada corrupción- el trofeo de más aparatosa cuerna, la pieza más distinguida que se les ponga al alcance; como dice la gente ingeniosa, que nunca falta: el que cría vientos recoge tempestades.

Por eso no puede ser suficientemente alabado el papel representado, según cueptan, por tres farándulas menores en una función reciente acordada para adoctrinamiento de la plebe, a la que se pretendía conducir a la catarsis liberadora: no dejaron de echarse pullas, para solaz de la multitud; pero en cuanto llegaron al meollo abandonaron toda procacidad e iniciaron el buen camino de callar, dando con ello sano ejemplo a más nutridas o recalcitrantes compañías. Porque, si además de que la corrupción no existe ni puede existir, y si existiera no sería tal, sino loable conducta, en cuanto de ella no se hable dejará de ocupar las mentes de los desocupados, que podrán así transformar en apreciación admirativa el ceñudo recelo sobre la conducta de los dioses de toda laya. Ése es el camino, seguir la máxima que surge de una paráfrasis del Apóstol: "Corruptio, nec nominetur in vobis". Sigan todos el ejemplo de los prudentes, y la vida será paz.

¿Que un mundo sin dádivas voluntarias a los dioses sería más racional? Qué mundo horrible. O quizá no. Pero seamos razonables. Si, a diferencia del ominoso pasado, los dioses no matan (casi nunca, al menos), si ya no están enojados hasta tal extremo y si no mata ni la mismísima representación del supremo poder, ¿no les vamos a dejar, tranquilos, disfrutar del agradecimiento de los humanos conmovidos por su benignidad y buena disposición? Circula por ahí una versión desencantada y cínica de la misma idea: ya que hemos conseguido que estos dioses de ahora no maten, tendremos que aguantar que al menos algunos de ellos roben.

Pero, sobre técnicamente inexactas, estas expresiones son una zafiedad, y revélan envidia y egoísmo que conviene extirpar. Lo cierto es que, ya que nos toleran la vida y un discreto buen pasar, no debemos pretender también ahorrarnos la limosna, la ofrenda, la liturgia tradicional razonablemente puesta al día que los mantiene propicios. Eso será, quizá, en un mundo futuro que es mejor que no nos empeñemos en traer antes de tiempo.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la universidad de Sevilla.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_