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Europa, el día después

Cabe hoy preguntarse para qué han servido, disgustos aparte, 50 años de comunismo de Estado; de praxis, como decíamos de niños; de construcción de un socialismo, lamentablemente, tan real. A la vista de los resultados habría sido mejor que hubieran construido el irreal, aquel al que aludían los muros de la Sorbona en el 68. Y, sin embargo, ese espejismo ha producido efectos que no pueden ignorarse, aunque sus productos derivados nada tengan que ver con las intenciones de los padres fundadores.Ese medio siglo de regímenes comunistas en Europa ha cumplido al menos una doble función. Por una parte, ha congelado el mapa político de la mitad oriental del continente, dándonos un razonable respiro de paz durante medio siglo, a la espera de averiguar qué clase de mapa vamos a recuperar en esa parte del mundo, y, por otra, ha preservado a la Iglesia católica del proceso de descristianización que ha sufrido gran parte del mundo occidental durante ese tiempo. La situación en Europa es muy diferente hoy que en el período de entreguerras. No hay en los noventa un Mussolini, o un Hitler; no hemos salido de una guerra universal en la que los vencidos alimenten visibles revanchismos; no parece avecinarse una crisis mundial como la de Wall Street en 1929; las pequeñas burguesías, de suyo tan inquietas, no encuentran, pese a todo, el caldo de cultivo para ponerse al frente de fracciones de la población en busca de un nuevo papel social. Por añadidura, Occidente ha conocido en este medio siglo el período de crecimiento económico mayor y más sostenido de su historia, y parece hoy más inverosímil que nunca el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Pero tampoco faltan elementos negativos cuya permanencia cabe temer.

Es significativo que cuando se reconoce un comienzo de libertad de expresión en Bulgaria, tanto o más que democracia los manifestantes de Sofía pidan mano dura contra la minoría turca. El anterior régimen de Todor Jivkov había llevado a cabo una política de bulgarización cultural de la minoría islámica, y el Gobierno predemocrático de Petar Mladenov había puesto fin a tal discriminación; pero lo que las masas, en cambio, exigen hoy es sólo más de lo anterior. De igual forma, Rumanía sigue enfrentada al problema que planteaba la mayoría húngara en Transilvania al régimen de Nicolae Ceaucescu. Un eventual Gobierno democrático en Bucarest tratará mucho mejor a sus húngaros que jamás lo hiciera el dictador, pero cuando los magyares de Transilvania descubran que hasta un Estado de derecho tiene otras prioridades que ocuparse de sus problemas nacionales, posiblemente comiencen a sufrir el conocido desencanto.

Toda la Europa del Este es un hervidero de reivindicaciones nacionales que apenas han permanecido apostadas en la nevera. Albaneses que reclaman Kosovo; serbios que ven en Albania su cuna nacional; eslovenos que desearían que Belgrado se olvidara de ellos; búlgaros que sueñan con la Macedonia yugoslava; eslovacos que miran a los checos con la desconfianza que una hipotética Castilla inspira a los nacionalismos peninsulares; moldavos que se acuerdan, ahora que ya no hay Ceaucescu ni casi Moscú, de que en realidad son rumanos; alemanes del Este que pueden ser los más irredentos de una futura Alemania unida al mirar a la frontera del Oder-Neisse; polacos que no olvidan que en una parte de Ucrania y Bielorrusia se habla polaco y se reza en católico. La propia Yugoslavia, más que un país es la reproducción ampliada de un mapa para la catástrofe. Y si un día se alteran las fronteras para reunificar el espacio germano, ¿en nombre de qué cabría la negativa a tratar otras cuestiones similares?

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Esa visión del mapa significa que Europa oriental no tiene solución desde una perspectiva estrechamente nacional; que cuando se liquidó el imperio austrohúngaro más habría valido pensar en algo para sustituirlo. Es cierto que la Comunidad Europea debería de ser una respuesta, pero probablemente no habría que arriesgar la construcción de Europa a la posibilidad de acomodar en su seno el galimatías oriental. El camino parece que lo apuntan dirigentes centroeuropeos, como el presidente checo, Vaclav Havel, invitando a polacos y húngaros a concertar con Praga su futuro. El archiduque Otto, heredero del último emperador de Viena y eurodiputado bávaro, contaba una historia que es todo un plan de vida. Preguntado sobre el resultado de un encuentro de fútbol Austria-Hungría, respondía: "¿Contra quién?". Si en los años treinta hubiera existido la capacidad de entendimiento que propuestas como la de Havel suponen, habría sido muy difícil que Hitler dejara de ser cabo. De la misma forma, el irredentismo nacional que quiere multiplicar fronteras, como en el caso de los países bálticos, reivindicando un pasado independiente hecho de fascismo y oligarquía, sólo puede canalizarse con una nueva transnacionalidad del Este europeo.

Al mismo tiempo, el catolicismo vuelve a ser una gran fuerza política en Europa por primera vez desde que el partito popolare italiano se acomodó al sistema del Risorgimento. No se trata simplemente de una reinvención de la democracia cristiana, sino de un poder directamente eclesiástico, sin el que Polonia no sería hoy punta de lanza de las independencias orientales; privado del cual, la Iglesia húngara -dos tercios nominales del país- viviría probablemente sólo del recuerdo de Mindszenty; que es la fuerza que vertebra las nacionalidades croata y eslovena; que revive en una Checoslovaquia -apenas una mayoría de católicos con fuerte predominio en la parte eslovaca- donde el cardenal Tomasek sólo es demasiado viejo para disputar -a Havel el cetro nacional. Recientemente, el líder de Solidaridad Adam Michnik afirmaba que sin Karol Wojtyla difícilmente conoceríamos hoy esta conmoción en el mapa europeo.

El comunismo, por otra parte, ha sido agente excepcional en esa evolución, al dar la oportunidad a la Iglesia de incorporar todo lo que el sistema abandonaba; rechazada la disidencia a las catacumbas, nada más fácil para los profesionales de las catacumbas que rehacer unas líneas de solidaridad que pasaran por su visión del mundo. Si es cierto que sólo hay anticlericales allí donde la Iglesia ha detentado en fechas no lejanas un auténtico poder político, únicamente puede haber poder eclesiástico donde la Iglesia ha estado perseguida. Y el que esa fuerza eclesiástica sea un factor integrista o integrador en la Europa del futuro se halla por determinar todavía.

El socialismo real se retira sin que esté claro cuál es la verdadera dimensión de su herencia. Unos creen que sólo la socialdemocracia puede ser el puente de unión entre lo salvable de la situación extinguida y el liberalismo triunfante; otros temen que la desaparición del cinturón de castidad que fue el sistema estalinista sobre una parte de Europa conduzca a una temible reanudación de la historia; Alemania, por su parte, concita las miradas de todos, entre el temor y la esperanza; quizá los mejores, finalmente, tienen una nueva Europa en la cabeza, basada en la organización europea con sede en Bruselas. La única versión estatal que hemos conocido del comunismo se va y nos deja sentados en el quicio del futuro. Sí. ¿Pero cuál?

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