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La cara del pasado

Antonio Muñoz Molina

Se preguntan por qué vuelve a los periódicos la cara de ese hombre, como la de un aparecido o la de un ánima del purgatorio de la que nadie se acordara, más solitario ahora y condenado que entonces, pero con el mismo aire de bondad triste y casi juventud, al cabo de 30 años de muerte. Los muertos, como los vivos, cumplen años, pero parece que el tiempo no pasara por ellos, no al menos tan despiadadamente como por nosotros. Los muertos no cambian de opinión y permanecen leales a sus errores y a sus sueños. Las modificaciones de sus rostros en las fotografías se parecen a las que descubrimos en algún familiar al que hemos visitado un domingo por la tarde en la habitación de un sanatorio. Nos miran como si padecieran una débil nostalgia del mundo exterior, el de los vivos, el nuestro, y cuando les damos la espalda para regresar a él, cuando apartamos los ojos de la fotografía, nos gana un sentimiento de alivio y culpabilidad, pues nada va a ser más fácil que olvidarlos.Invariable, cauteloso, como temiendo molestar, el fusilado de entonces muestra su cara en blanco y negro entre los titulares de este porvenir que le cancelaron las armas una madrugada de abril de 1963, y su nombre, Grimau, ceniza de conmemoraciones perdidas, de palabras contra la tiranía escritas de noche en las paredes, surge de nuevo, sin aviso, ante la mirada de quienes lo conocieron, transluciéndose en el papel del periódico como un mensaje escrito en tinta invisible que revelara gradualmente el calor de una llama, apareciendo en la memoria de algunos -intacto, tal vez heroico y amenazador-, con la peculiar vehemencia del miedo.

Se ha vuelto a juzgar a una sombra, alguien extraviado en el gentío de los muertos, desvanecido en la voracidad de la tierra, pero también, gracias a las fotografías y al recuerdo, dotado de un rostro ya invulnerable al descrédito de la vejez, una cara alargada y ecuánime, a punto de sonreír, unos ojos que miraron al final bocas de fusiles y facciones escondidas tras las culatas. En Madrid, una mañana de noviembre de 1962 que adquiere en nuestra imaginación, contaminada por el cine, el blanco y negro de los inviernos del pasado lejano, Julián Grimau baja de un tranvía y dos hombres con gabardinas se acercan a él como para preguntarle algo y lo toman del brazo. Días o semanas más tarde caerá esposado, desde una ventana, al fondo de un patio interior de la Dirección General de Seguridad. Siete años después, en el invierno de 1969, otro detenido, Enrique Ruano, fue arrojado o se tiró a uno de aquellos patios con muros de granito y suelo de cemento desnudo. A diferencia de Grimau, Ruano no sobrevivió a la caída: de cuando en cuando leo su nombre en una modesta esquela conmemorativa que publica el periódico y pienso que nadie sabrá quién fue, que a casi nadie le importa saber por qué murió.

La memoria española es un campo minado en el que nadie quiere internarse. Parece que fue ayer cuando fusilaron y juzgaron a Julián Grimau, porque hoy mismo viene su cara en el periódico y se le vuelve a juzgar, y también que fue hace un siglo, y que ese tiempo de vergüenza y terror nunca existió más que en los grandes volúmenes sombríos de las hemerotecas. Por eso es tan extraño pensar que. aún viven muchos de ellos, los testigos, los que firmaron la sentencia, los ejecutores, los que leyeron a la mañana siguiente, mientras bebían un café, la breve noticia del fusilamiento.

Habrán abierto el periódico y al encontrar esa fotografia y ese nombre les habrá sobresaltado el miedo a que el tiempo vuelva hacia atrás, hacia aquella madrugada de abril y sus vísperas de protocolos lentos e injurias: hombres de traje oscuro que firman un papel timbrado y redactan comunicados oficiales; jueces de uniforme que recogen sus documentos y los guardan en una cartera de piel; soldados que se levantan cuando todavía es de noche y beben tazones de café ardiente con la callada premura de quienes han madrugado para emprender un viaje; un capellán no requerido, aunque perseverante, que esparce por los corredores en silencio un rumor de sotana y jaculatorias; un preso recostado en una turbia penumbra de bombillas eléctricas que fuma los penúltimos cigarrillos de su vida. Aún quedará quien secretamente recuerde, quien pueda comparar la foto recién publicada y la cara de Grimau un minuto antes de morir, o su estupor cuando lo detuvieron, o su manera de mirar a los torturadores, hombres tranquilos que obedecían órdenes y horarios y que acaso hoy disfrutan de una módica jubilación. Habrán temido que si ahora, al cabo de 27 años, se dictaminara su inocencia, ellos se volverían automáticamente culpables, cómplices al menos del crimen, y que esa cara de nuevo los visitaría en los sueños. Habrán sospechado en el regreso y en el nuevo juicio de Grimau el preludio de una sublevación unánime de los difuntos, de los perseguidos, de los encarcelados, de todos aquellos que no han dejado recuerdos ni nombres y deambulan como zombies por los subsuelos del olvido esperando un imposible valle de Josafat, una rehabilitación póstuma que se les ha negado igual que en otro tiempo se les negó la libertad y la vida.

Pero la amenaza se ha disuelto en los periódicos tan rápidamente como apareció, como una columna de palabras y humo desbaratada por el viento, y saben que dentro de unos días casi nadie la recordará. En cualquier caso, nunca hubo peligro, nada es menos temible que la docilidad de los muertos. Ese hombre, Grimau, con su anacrónica expresión de certidumbre y tristeza, ha vuelto a ser declarado culpable 27 años después de morir, tal vez para que no emerja de la oscuridad y del tiempo la multitud de las víctimas, para que nadie se pregunte quién arrojó por una ventana a un estudiante llamado Enrique Ruano, por qué tanta cobardía, tanta complicidad y silencio. Conviene que los muertos sigan siendo convictos para que los verdugos guarden a salvo su inocencia.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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