Fraga y el poder democrático
DESDE SU cese como ministro franquista en 1969 y tras el polémico desempeño de las funciones de ministro de la Gobernación en el breve Gobierno predemocrático de Arias Navarro en 1976, Manuel Fraga no había conseguido acceder a responsabilidades de gobierno mediante el procedimiento de elección popular que caracteriza el régimen democrático. Su toma de posesión, ayer, como presidente de la Xunta de Galicia consagra esta victoria personal del histórico líder conservador español, pero, al mismo tiempo, define cuáles son sus límites. Quien desde los primeros años de la transición aspiró a dirigir los asuntos de España desde la plenitud del Gobierno central ha debido, a la postre, recalar en el Gobierno autónomo de su tierra natal. Para el viejo león de Perbes conseguir el Gobierno de Galicia constituye un gratificante premio, pero, a la vez, constata las insuficiencias del fraguismo en cuanto diseño de una derecha moderna con capacidad para desempeñar un papel de recambio alternativo en el escenario de la política estatal.La indudable legitimidad democrática de que ahora goza el Gobierno que ejerce Manuel Fraga en Galicia es, desde luego, un elemento cualitativo esencial en relación con sus experiencias pasadas en el ejercicio del poder. Pero habrá que ver si es suficiente para encauzar sus desbordamientos autoritarios a la hora de mandar, tan característicos de este gran buda del conservadurismo español, como sus innegables dotes políticas, el indiscutible carisma de que goza entre los amantes de un cierto populismo -y muestra de ello es la parafernalia que al son de las gaitas ha acompañado su entrada en el palacio de Raxoi- y su reconocida afición por el trabajo. En cualquier caso, el aprendizaje democrático de Fraga en sus largos años de travesía del desierto alejado de todo poder derivado de las urnas debería dar ahora sus frutos en una difícil y arriesgada gobernación sometida al control de la oposición, sujeta a la crítica social y obligada a la transparencia informativa. Su contribución a la elaboración de la Constitución de 1978, su empeño desde los mismos inicios de la transición en integrar en la democracia a los más recalcitrantes franquistas y a aquellos sectores sociales que durante años han basculado entre la nostalgia o el golpismo y la acomodación a los nuevos tiempos, y su éxito en la articulación de la derecha conservadora en una fuerza política que lucha por convertirse en la alternativa a los socialistas, son datos que apuntan a que esta vez los modos de gobernar de Fraga van a estar en consonancia con la legitimidad democrática de su poder.
Su oferta de mano tendida a la oposición en su discurso de investidura parece esbozar una nueva imagen flexible y dialogante en un político que ha sido él mismo víctima con frecuencia de su temple autoritario y rígido. Pero habrá que esperar a cómo se ejerce el poder desde el sillón de mando del palacio de Raxoi y de qué forma se resuelven los graves problemas -ruina de la riqueza forestal, contrabando, indicios de corrupción administrativa, entre otros que asolan Galicia y a cuyo enquistamiento en la sociedad gallega no ha sido ajeno el Gobierno de su correligionario Fernández Albor.
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