Sentencia de muerte
APENAS UN mes antes y hubiese sido el digno colofón de un año revolucionario que ha visto el derrumbe de muchas tiranías y el comienzo del fin de una era presidida por el principio del enfrentamiento. El discurso pronunciado el viernes por el presidente surafricano, Frederik W. de Klerk, en la apertura del Parlamento de su país pertenece, en efecto, a esa clase de acontecimientos que han hecho de 1989 un año para la historia de este siglo. Porque lo que el jefe del Estado de Suráfrica anunció ante sus compatriotas; no es ni más ,ni menos que la condena a muerte de uno de los regímenes políticos más odiosos que haya conocido la humanidad: el que negaba los derechos civiles de la inmensa mayoría de un pueblo en virtud exclusivamente del color de su piel, el apartheid.Condena a muerte, decimos, porque está aún por extenderse el acta definitiva de defunción del sistema instaurado a principios de siglo por la minoría blanca de Suráfrica. De Klerk anunció la abolición de algunas de las leyes racistas, como la prohibición de utilizar lugares de esparcimiento comunes a individuos de distintas razas, pero permanecen aún en vigor algunas de las más lacerantes normas discriminatorias, en especial aquellas que impiden la libertad de establecimiento y de propiedad de la mayoría negra en las zonas reservadas a los blancos. Al anunciar la legalización de la principal fuerza política de la mayoría negra -el Consejo Nacional Africano (ANC)-, la liberación de los presos políticos, la libertad (le Prensa y el propósito de que cada habitante del país goce "de los mismos derechos, tratamiento y oportunidades", elpresidente surafricano ha introducido en el sistema la simiente de su propia destrucción; una demolición que será el fruto de una negociación entre todas las partes en conflicto o no será. La presión de las sanciones impuestas durante décadas contra el Gobierno de Pretoria, así como la dinámica de libertad alimentada por los últimos acontecimientos políticos ocurridos en el mundo, han actuado de forma decisiva sobre quienes, desde dentro del propio sistema de apartheid, venían preconizando hace algunos años una apertura del régimen. La sustitución, a mediados del año pasado, del presidente Pieter Botha significó la superación de uno de los principales obstáculos. La política de liberalización entonces anunciada por el nuevo líder del Partido Nacional, lejos de asustar, como se temía, al electorado blanco, fue ratificada en septiembre en unos comicios legislativos en los que los principales perdedores fueron los recalcitrantes del sistema, agrupados sobre todo en el Partido Conservador. De otro lado, el fin del referente político del marxismo como elemento motor de los antiguos movimientos de liberación habrá servido, muy probablemente, como un elemento moderador dentro de las filas del propio ANC, cuya dirección ha ido abandonando en los últimos meses sus tradicionales posiciones maximalistas. De tal forma que es muy posible que el anuncio de De Klerk no sea sino el fruto de un acuerdo no expreso entre quienes están llamados a ser en el futuro los interlocutores indispensables de cualquier diálogo de paz en el país.
Como imprescindible va a ser la cada día más agigantada figura de uno de los presos políticos más antiguos del mundo, el líder del ANC, Nelson Mandela, encarcelado desde hace 27 años. Su liberación, anunciada para los próximos días, será el mejor símbolo de la reconciliación iniciada por De Klerk y significará el pistoletazo de salida para las futuras negociaciones de paz. Mandela constituye uno de los más encomiables ejemplos de dignidad política que han conocido nuestros tiempos. Los pocos que han tenido el privilegio de tratarle a lo largo de todos estos años de cautiverio dan testimonio de su entereza moral y clarividencia política en medio de tanto sufrimiento. Dos condiciones de las que deberán hacer gala también, y en grandes dosis, los demás actores de la etapa que ahora se inaugura en Suráfrica.
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