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Hace falta valor

Jesús Ferrero

1. Me contaba un amigo que, hallándose en la cola de embarque de un aeropuerto, alguien le posó la mano en la espalda y le susurró:-¿Es usted escritor?

Mi amigo se dio la vuelta aterrado y vio ante él a un señor entrado en carnes y en años, de boca amorfa, ojos caninos y seductora sonrisa de burócrata. Como mi amigo tardaba en contestar, el oportuno caballero le dijo:

-¿Ya se puede vivir de la literatura?

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Mi amigo se encogió de hombros, y haciendo un leve movimiento con la mano pretendió hacerle creer a su inesperado interlocutor que era mudo. El buen hombre lo tomó por un loco y se resignó a no hacer más preguntas.

2. A la gente común, el que alguien pueda vivir de lo que escribe le resulta hiriente. Desde hace algunas décadas son ya muchos los que aceptan que un fontanero, un electricista, un oficinista, un policía municipal, un vendedor a domicilio, un zapatero, un ciclista de quinta categoría, un cobrador de recibos atrasados, un aduanero, un ferroviario, puedan vivir de su trabajo, pero que un escritor pueda vivir del suyo es algo que todavía no ha sido fíel todo asimilado. Cabe preguntarse si la gente no razonará bien al pensar así. Todos los gremios a los que he hecho referencia hacen trabajos al parecer necesarios para la buena marcha de las colectividades. Un basurero, por ejemplo... ¿Qué ocurriría si, de pronto, dejasen de recoger las bolsas de detritus que el animal humano expele cada día? Las ciudades se convertirían en enormes e invivibles basureros... Pero nada va a ocurrir si todos los que se dedican a la escritura hacen huelga general y cuelgan de una, viga sus máquinas de escribir. El mismo Hegel, docto entre los doctos, imaginó un mundo sin literatura, un mundo donde la vida no necesitase la mediación de los productos de la imaginación, un mundo de individuos inmersos de tal modo en el devenir global de la sociedad que no necesitasen imaginar, pues cabe pensar que imaginamos cuando no vivimos, y que no vivimos cuando imaginamos.

3. También Platón consideró inútiles, cuando no negativos, los productos literarios. En su República no habría escritores. Nadie necesitaría allí imaginar mundos ajenos al Mundo En Sí. Lo absolutamente real: la ciudad, sería el único aliento del animal social; una ciudad, claro está, sin imágenes vanas, sin monstruos de la imaginación, sin Edipos, sin Medeas, sin Antígonas, y sin las lamentaciones de Safo, y los cantos ebrios de Alceo, y la amarga melancolía de Teognis de Mégara.

Sociedades con arquitectos, con políticos, con comerciantes, con desfiles militares y desfiles civiles, pero sin escritores, o con escritores que hablasen únicamente de lo que veían: templos, mercados, cuarteles; y el grato silencio de las muchedumbres felices de pertenecer a mundos cerrados donde imaginar algo ajeno a ellos no era sólo un pecado, era sencillamente superfluo.

4. Esparta, por ejemplo. ¿Qué escritores tuvo Esparta? La Alemania de los años treinta. ¿Qué escritores afiliados al partido parieron obras notables y pudieron publicarlas? O la Rusia de Stalin. De Moscú al cielo.

El Estado espartano, el hegeliano (vía Prusia) y el soviético: punto y aparte en el devenir de los pueblos. Se libraron de los monstruos de la imaginación. ¡Salve!

5. Pero no, estamos exagerando... Y, además, ¿qué nos importan esas excepciones que, en todo caso, no hacen más que confirmar la regla? En otras muchas sociedades no han sido demasiadas las ocasiones en este último siglo en que la palabra ha sido seriamente amenazada. Éramos injustos antes al decir que la gente no aprueba el que alguien pueda vivir de lo que escribe... Sí, quizá haya algunas reticencias al respecto, pero el Estado, que todo lo ve y, todo lo sabe, ha decidido hacer justicia, lo que nos deja bastante reconfortados. ¿0 no es cierto que desde hace no pocos lustros el consumidor puede apreciar, y hasta adorar, a nuestros más ilustres vates, cuyas efigies, sutilmente idealizadas, aparecen una y otra vez en el papel moneda? Gracias a los billetes de banco, el ciudadano común, ese que aún no se resigna a aceptar que los escribas sentados cobren su estipendio como cualquier mortal, va aprendiendo poco a poco lo esenciales que son los creadores literarios en la cultura global de un país, y poco a poco va sabiendo dónde estuvo, está y estará siempre el verdadero valor.

6. Nadie ignora la triple acepción del término valor, que puede significar valor de uso, valor de cambio y, cómo no, coraje o valentía. Heroica fue la vida de Bécquer, que nunca tuvo un céntimo, y que a cambio de la miseria a la que le condenaron sus contemporáneos nos dejó algunos de los versos más perdurables de nuestro romanticismo; y no menos heroica a ese respecto fue la vida de Rosalía de Castro, que si bien tiene un puesto de honor en nuestra lírica, nunca lo tuvo en el mundo de las finanzas. A Galdós no debió de faltarle el pan, sobre todo a partir de sus primeros éxitos, pero nadie se lo imagina rico, como nadie se imagina rico a Juan Ramón, con o sin Premio Nobel, ni desde luego a Clarín. Pues bien, ahí los tienen ustedes en los billetes que pasan de mano en mano. Al colocarlos en tan alto lugar, ¿a qué clase de valor están haciendo referencia? ¿Al valor de uso? ¿Al valor de cambio? ¿O al valor que demostraron dedicándose a un oficio tan poco lucrativo? Lo más probable es que los responsables del diseño del papel moneda hayan hecho suyas las tesis hegelianas, taoístas y budistas de la unión de los opuestos, y así, los que en su día representaron la ausencia de valor de cambio ahora sean el símbolo de ese mismo valor, o quizá no, quizá lo que quieren indicamos es que las tres acepciones del término valor son la misma y eterna acepción, y decimos que el valor de uso, el valor de cambio y el coraje son, desde el principio de los tiempos, lo mismo, y de ahí que los que tanto valor demostraron en vida se hayan convertido en el emblema mismo de los tres valores unidos.

7. Puede que haya habido sistemas a tal punto seguros de sí mismos y de su capacidad para aliviar todas las necesidades del individuo que considerasen negativo el hecho de escribir, pero el nuestro no peca de eso. Todos los días de nuestra vida cada billete de banco nos está susurrando al oído dónde está el valor, además de indicarnos, con una fulgurante y siempre fugaz metáfora, el valor que hace falta para dedicarse a escribir. Más no se le puede pedir a una institución, y más no se atrevería a pedirle un servidor. ¡Aprende, ciudadano rechoncho y sonriente, que haces preguntas a traición en los aeropuertos! ¡Saca un billete de 100 escudos y fíjate en lo guapo que sale Pessoa, con el sombrero bien puesto en la cabeza y la pluma en la mano, firmando un préstamo de urgencia que acaba de hacerle su jefe para poder pagar la habitación; o saca un billete de 1.000 pesetas y considera lo valiente que fue Galdós!

es escritor.

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