El poder y la vida
LA HUELGA de hambre que desde hace más de 50 días mantienen los presos de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) está poniendo en grave peligro la vida de estos reclusos, especialmente en aquellos casos en que la autoridad judicial ampara la libertad personal de los huelguistas que conservan la capacidad de decidir conscientemente e impide, por tanto, que se les alimente contra su voluntad. El paso del tiempo está convirtiendo el estado de salud de estos reclusos en extremadamente grave, con riesgo firme de que el conflicto derive en la muerte de algunos de ellos, lo cual hace cada vez más perentoria la búsqueda por parte de todos -administración penitenciaria, familiares y personas cercanas a los presos e instituciones humanitarias preocupadas por su situación- de fórmulas tendentes a evitar que se produzca un fatal desenlace.Ante unas existencias que se extinguen empalidece la polémica doctrinal sobre las fronteras entre la libertad de la persona y el derecho a la vida. Y adquieren tonos macabros los preparativos para endosar a personas distintas de aquellas que han aceptado conscientemente el riesgo de morir la responsabilidad del primer muerto. El fiscal de Madrid, uno de los que han recurrido las decisiones judiciales no coincidentes con la posición del Ejecutivo, se ha atrevido a advertir a la juez de vigilancia penitenciaria que la limitación de los cuidados médicos al momento de pérdida de la consciencia "es colaborar de forma culposa al intento de suicidio, que contempla el artículo 409 del Código Penal". En todo caso, tanto quienes mantienen que la dignidad y la autonomía individual del huelguista están por encima de cualquier otra consideración -posición mayoritariamente defendida por los jueces llamados a intervenir jurisdiccionalmente en el conflicto- como quienes defienden el derecho prevalente a la vida y la salud, y no encuentran otra forma de protegerlo que la alimentación forzosa -posición del Gobierno-, están convirtiendo la defensa a ultranza de los mismos en un obstáculo a nuevos enfoques del problema y a la adopción de actitudes más flexibles.
La fortaleza del Estado democrático no se resquebraja cuando, con independencia de las razones o las sinrazones en las que se apoyen unas u otras posturas y ante la gravedad de una situación que apremia, se intenta buscar posibles fórmulas de compromiso y entendimiento. Pero, para que esta vía llegue a algún sitio, también es necesario que los huelguistas y quienes -sin compartir su drama- los animan a seguir moderen sus posturas teniendo en cuenta que su gesto ya ha conseguido una amplia publicidad sobre su situación carcelaria, objetivo primario de su acción. En tal dirección resultaría valioso el papel que la Asociación Pro Derechos Humanos de España (APDHE) puede desempeñar para acercar posturas y persuadir a unos y a otros de la necesidad de buscar salidas que posibiliten la conclusión simultánea y rápida de la huelga.
Aceptar esta mediación, o cualquier otra fórmula que pueda ser interpretada por los huelguistas como una salida no deshonrosa y sirva para conjurar el peligro inmediato de pérdida de vidas humanas, no atenta contra ningún principio esencial del Estado democrático y puede, por el contrario, mostrar que la fortaleza del sistema es compatible con la tolerancia y la flexibilidad.
Pero no cabe la ingenuidad: en un conflicto de esta naturaleza, ninguna solución posible es políticamente inocente. No sería honesto, por tanto, ignorar los riesgos que comportaría una mediación que se tradujera en concesiones. En lo inmediato, el más importante riesgo es que la política penitenciaria respecto de los presos terroristas en general quedaría marcada a partir de ahora por un peligroso precedente. Defender esa posición significa, por tanto, asumir ese riesgo y no llamarse a engaño, pasado el tiempo, sobre sus consecuencias. Valorar si ese riesgo es, a pesar de todo, menor que los que se derivarían de las otras posibles salidas es lo que debe dictar en estos momentos la prudencia política.
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