Un dilema moral
LA SITUACIÓN de los miembros de la organización terrorista GRAPO, que mantienen una huelga de hambre en las cárceles desde hace más de 40 días, plantea un complicado dilema moral. De los 53 presos que iniciaron la acción de protesta contra la dispersión decidida por la administración penitenciaria, más de la mitad han sido hospitalizados y, de ellos, al menos seis se encuentran en grave estado, crítico en algún caso. Pese a ello, siguen negándose a recibir alimentos. La administración penitenciaria ordenó la adopción de las medidas necesarias para impedir el fallecimiento de los reclusos, pero una juez ha dictado una resolución en la que se advierte que alimentar a la fuerza a quien lo rechaza expresamente atenta contra sus derechos individuales. La resolución admite, sin embargo, la posibilidad de intervención sanitaria en el momento en que los huelguistas de hambre llegaran a perder la consciencia. El problema es que existen dudas razonables de que, una vez en esa situación, sea posible salvar la vida de los afectados, al menos en todos los casos.Hay un antecedente dramático relativamente reciente. En 1981, el vizcaíno Juan José Crespo Galende, militante también de los GRAPO, falleció en Carabanchel después de tres meses en huelga de hambre. Sólo tras ese desenlace la opinión pública, que había seguido el asunto con relativa indiferencia, se sintió conmovida, produciéndose reacciones de solidaridad humana de distinto signo. Poco antes, el fallecimiento de Bobby Sands, militante del IRA, en una prisión irlandesa desencadenó una oleada de protestas en todo el mundo y apasionados debates sobre el conflicto moral subyacente. En general, se reprochó a las autoridades británicas, tanto al Gobierno de la señora Thatcher como a la oposición laborista, su insensibilidad ante el drama humano de Sands, a cuya muerte seguirían las de otros nueve presos del IRA en las mismas circunstancias.
Los motivos de la protesta de los presos irlandeses fueron las condiciones de existencia en la cárcel de Maze -en la que habían sido concentrados-, atentatorias contra los derechos de la persona, según las opiniones más solventes de diversos organismos humanitarios. En ese aspecto, ni la huelga de los GRAPO de 1981 ni la actual contra la dispersión pueden considerarse comparables a la de los activistas del IRA. La concentración en cárceles de alta seguridad o la dispersión en diferentes centros penitenciarios no atentan contra los derechos humanos ni suponen un agravante injustificado de la pena impuesta por los tribunales.
Pero el derecho a protestar mediante la huelga de hambre no es discutible. Obligar a los reclusos a renunciar a esa forma de lucha ataca su libertad individual. Forzarlos de manera coactiva a ingerir alimentos puede ser una forma de trato degradante. Es un dilema nada simple, pero entendemos que, en principio, debe prevalecer la voluntad de quienes, condenados a prisión, conservan íntegro el derecho a decidir sobre sus propias personas, aun a riesgo mismo de la vida. La opción suscita, no obstante, muchos interrogantes. ¿No cabría considerar que una huelga de hambre carcelaria colectiva -y decidida por tanto no de manera individual, sino como parte de un conjunto sometido a reglas excepcionalmente rígidas- implica unas condiciones que obligan a relativizar el principio general sobre el derecho individual a atentar contra la propia vida? Por otro lado, ¿puede la sociedad, alegando principios humanitarios, suavizar una decisión ya adoptada y perfectamente legal -la dispersión de los GRAPO- cuando la presión que se ejerce sobre ella para que la modifique es de índole tan particular como una huelga de hambre llevada hasta el fin y, sobre todo, si no supone un peligro para la sociedad en su conjunto?
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