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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Transporte público... y gratis

LOS EXPERTOS en el indomable asunto del tráfico urbano han llegado a una casi solitaria conclusión: la única salida es conseguir que el usuario del turismo particular desista de pretender llegar al centro de la ciudad en su vehículo. Ni en el supuesto de que fuera aceptable reventar las ciudades -y su historia- para abrir amplias avenidas se evitarían los colapsos. Se ha comprobado que una mayor oferta viaria sólo conduce al incremento de una demanda que previamente había renunciado al coche por el coste de tiempo y dinero que suponen los embotellamientos. Al cabo de unos meses, esas amplias avenidas están totalmente pobladas, con la agravante de que los colapsos están protagonizados por más vehículos. El encarecimiento de los aparcamientos -si existen-, la información cautelar sobre dónde hay atascos y la represión del infractor que perjudica la circulación son paliativos que en mayor o menor medida aplican algunos ayuntamientos españoles en su afán por resolver un problema de agravamiento progresivo.Con todo, para que las autoridades del ramo estén autorizadas moralmente a sostener este discurso de los expertos, para que puedan penalizar al conductor privado, necesitan ofrecer una alternativa clara en el transporte público, y es ahí donde acostumbran a fracasar las intentonas administrativas. Por falta de dinero y también por falta de imaginación. El mejor remedio, por ahora, es una tupida red de metro, pero esta fórmula sólo es pensable para grandes urbes con un subsuelo que no presente tropiezos arqueológicos -el drama de Roma- o geológicos.

Este mes, en distintas ciudades españolas, se han tomado pequeñas pero significativas iniciativas. Zaragoza ha decidido rebajar en 10 pesetas el precio del viaje en autobús. Tarragona ofrece este servicio gratis a los jubilados y, la más rotunda de todas, el Ayuntamiento de Castellón ha decidido que el autobús sea gratuito para sus vecinos. La medida en la citada capital mediterránea ha tenido una gran acogida. Si, como parece, se consigue incrementar el número de viajeros, no sólo resolverá parcialmente el caos circulatorio, sino que tendrá beneficios añadidos, como una menor contaminación urbana. La inducción -por gratuidad- al uso del transporte público debe tener, sin embargo, una acción complementaria: el buen funcionamiento de este servicio.

Uno de los problemas que agrava en las grandes ciudades cualquier planificación en este sentido es que las rutas y horarios de los viajeros se dispersan cada vez más. Hace 20 años, los gestores de estos servicios debían resolver las horas punta (salida y entrada de oficinas y fábricas). Ahora, con horarios y sistemas laborales más flexibles y un incremento de los desplazamientos por ocio (que presentan múltiples puntos terminales, tantos como cines, discotecas o determinadas zonas comerciales), la solución se complica, y no es extraño que, por ejemplo, Madrid viva embotellamientos a las cuatro de la madrugada de un viernes.

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La tipología de las urbes españolas, con centros habitados, hace difícil aplicar miméticamente experiencias piloto extranjeras, como el peaje para acceder en coche al centro, porque estos núcleos urbanos están prácticamente ocupados por el sector terciario y no contemplan la hipótesis de que haya residentes.

El planteamiento, por otra parte, tiene que dejar de ser estrictamente municipal. En Barcelona, un caso, más de 750.000 vehículos entran y salen diariamente de la ciudad, y los remedios no pueden ponerse solamente en la frontera de su término territorial. En Estados Unidos, los viajes de acceso a la urbe laboral pueden suponer más de dos horas diarias de conducción, y sus ciudadanos adquieren grandes coches no para desarrollar grandes velocidades, sino porque son más habitables, una cualidad impagable cuando el coche se ha convertido en el segundo hogar. Las administraciones españolas competentes no han renunciado, de boquilla, a remediar parcialmente el problema del tráfico, pero no estarán legitimadas para reprimir el uso del coche particular hasta que no ofrezcan una alternativa digna de transporte público. Ni que decir tiene que la incapacidad para resolver un problema de estas características demostraría, sin paliativos, la incapacidad de los políticos para gobernar.

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