Autodeterminación en España
La agitación de estas últimas semanas en torno a la autodeterminación es un hecho político de entidad, ante el que no creo que sea bueno mirar para otro lado, traduciendo así al lenguaje actual la sin duda sensata receta orteguiana de que el Estado conlleve con resignación las impaciencias de los nacionalismos periféricos. Cierto, como decía en alguna ocasión E. Renan, que la construcción de una nación se basa en buena medida en la capacidad de olvidar. No es menos verdad que el silencio y el paso del tiempo terminan curando problemas en principio irresolubles. Pero tampoco hay que considerar estas medicinas como remedios universales, capaces de hacer innecesarios en todo momento los innegables costes de responder a problemas complicados.El llamado derecho de autodeterminación es susceptible de diferentes interpretaciones, pero cuando el mismo se expresa desde la perspectiva de una nacionalidad ubicada en un Estado y en una nación más amplia, la lectura más razonable que cabe hacer de aquél es que se trata de una demanda capaz de conducir a la secesión. Creo que ésta es la conclusión a la que lógicamente llega un espectador avisado, y creo que éste es también el mensaje que se desea transmitir por quienes formulan la demanda autodeterminante, sin que ello implique necesariamente la existencia de una voluntad política secesionista en coherencia con el expediente político solicitado.
Siempre he pensado que los españoles que respetamos a los nacionalistas demócratas vascos y catalanes y creemos que tienen un lugar importante en la política vasca, catalana y española, tenemos la obligación de practicar hacia ellos la elemental cortesía de la claridad. Esta claridad obliga a recordar algunas cosas. En primer lugar, que no hay norma ni práctica de derecho internacional que pueda amparar la desmembración de un Estado como el español. En segundo lugar, que la Constitución española hace inviable la expectativa de la secesión. En tercer lugar, que hay sobrados argumentos democráticos, históricos, culturales y económico-sociales que amparan el derecho de España, como Estado y como nación, a defender su integridad. Y finalmente, aunque no sea lo menos importante, que el grueso de los españoles hemos recuperado la democracia para, como decía en frase conocida un destacado político conservador del siglo pasado, continuar la historia de España, proyectándola hacia las más elevadas cotas posibles de prosperidad y libertad. No para poner punto final a esa historia.
A lo anterior podría ser conveniente añadir algo quizá menos agradable. Cuando los datos anteriores son conocidos, es lícito pensar que la demanda de secesión es una forma consciente o inconsciente de trabajar por el socavamiento del sistema democrático. En los 90 años de historia que puede tener el nacionalismo catalán como movimiento político significativo, unos cuantos menos el nacionalismo vasco, sin ignorar nunca los complejos precedentes ideológico-culturales del uno y del otro, jamás esos nacionalismos han conocido actitud más receptiva, dialogante y flexible hacia ellos que la que ha practicado el Estado en estos últimos años. Nunca el grueso de los españoles se ha aproximado tanto a las demandas de nacionalistas vascos y catalanes. Sería de enorme gravedad constatar que este esfuerzo colectivo no ha servido para nada, y que la respuesta de esos nacionalismos ante semejante actitud es la de hacer las cosas un poco más difíciles cada día. De prosperar esta dialéctica auténticamente perversa, algo debería quedar claro. Sin otra autoridad que la que me, concede mi condición de modesto profesor con algún conocimiento de mi país, tengo la impresión de que el Estado y la nación de los españoles nunca van a ceder en algunas cosas; porque no quieren y porque no pueden, y porque no hay palabras ni fuerzas internas o externas capaces de imponerse a una decisión de supervivencia amparada por un conjunto de argumentos justos, razonables y democráticos. Y si esto es así, cada uno tendrá que deducir la responsabilidad que corresponde a sus actos.
Una palabra más en relación a la actitud de las fuerzas políticas españolas ante el problema. Ante esta cuestión son pocos los que se pueden considerar inocentes. La derecha sociológica que apoyó al franquismo contribuyó eficazmente a que los nacionalismos periféricos alcanzaran su máxima crispación. Hay que felicitarse, sin embargo, por la rectificación que ha supuesto la aceptación por el bloque conservador de nuestro Estado de las Autonomías; temer que este bloque tome el relevo del oportunismo y el tacticismo a la hora de enfrentarse al problema de la autodeterminación me parece un exceso de pesimismo, pese a los preocupantes indicios visibles en este último mes. Las izquierdas españolas, por causas que sería ahora largo de explicar, tendieron a la precipitación y al atropellamiento ante este problema a lo largo de la transición. El socialismo español ha rectificado, pero otras fuerzas de izquierda no lo han hecho, o lo han hecho a regañadientes. Complementariamente debe reconocerse que lo que pueda criticarse en los grandes partidos estatales apenas es nada en relación a lo que cabría decir de una cierta inteligencia progresista.
Sin merma de la importancia de estas complejas responsabilidades es obligado aceptar que la responsabilidad máxima ante la cuestión está hoy en el Gobierno del Estado y en el partido que lo sustenta. El Gobierno debe calibrar en todo momento el alcance de sus palabras y de sus negociaciones con las fuerzas políticas nacionalistas. Hay que ser honestos ante unos nacionalismos periféricos obligados a saber que más allá de las presentes reglas de juego democráticamente convenidas no puede abrirse sino un muy difícil proceso que no puede ser el resultado de la frivolidad o el aventurerismo político. El día que los partidos políticos nacionalistas decidan abrir un debate en el País Vasco y Cataluña a propósito de la conveniencia de la secesión de esos territorios del resto de España, ese día tendrá sentido entrar en la discusión acerca de la autodeterminación, el instrumento político para llevar a cabo la ruptura del Estado. Plantear la discusión sin que se explicite una voluntad secesionista es la manifestación de máxima irresponsabilidad por parte de unos nacionalismos periféricos al parecer convencidos de la inexistencia, de límites en su empeño de intimidar al Estado cara a una mejor negociación con el resto de España.
Por todo ello creo que hay que felicitarse de las recientes reacciones generadas desde la cúspide del Estado y del Gobierno ante la cuestión. Algunos dirán que se han desatado los nervios. Otros, que se han explicitado los reflejos antisabinianos. No faltarán quienes descubran a propósito de estas reacciones la lealtad a un proyecto nacional español de incuestionable sentido democrático. Nada de ello importa. En parte porque es verdad. Y en parte también porque conviene de vez en cuando subrayar la importancia del respeto a unas reglas políticas que no pueden ser puestas en entredicho queriendo al mismo tiempo ignorar el significado de su subversión.
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