La generación inmolada
HAN SIDO llamados los niños de la guerra, pero como eran demasiados hubo que buscar otras subclasificaciones. Los había dé todo tipo: señoritos burgueses, descendientes de campesinos, sufridos productos de la clase media, catalanes, gallegos, mesetarios; hijos de vencidos, pero también de vencedores. Algunos se hicieron medianamente célebres, otros fueron olvidados, ninguno de ellos se enriqueció jamás, y otros más derrocharon sus pequeños peculios heredados. Sólo tenían una cosa en común: estaban enamorados de la literatura, en una doble vertiente; de la lectura, que no era cosa fácil por aquel entonces, y de la escritura, que siempre tenía que salir en medio de tijeras, subterfugios y amenazas en el horizonte. Y lo que menos les gustaba era el país que les había tocado en suerte, aquella España de los años cuarenta y cincuenta, grotesca y miserable, más de charanga y pandereta que nunca, pero en la que ellos seguían detectando la esperanza. No fueron muchos los que lo hicieron entonces.Unos fueron militantes, y todos, compañeros de viaje. Muchos se equivocaron, pero en su mayoría acertaron en medio de sus mismos errores. Todos escarmentaron en cabeza propia, ninguno en la ajena; algunos fueron perseguidos, y siempre se persiguieron a sí mismos sin parar. Conocieron cárceles, procesos o exilios, derrocharon sus vidas, derramaron por doquier una cultura duramente adquirida en medio de tantas dificultades y persecuciones, ninguno de ellos volvió la cara jamás, y ahora, discutidos, debatidos y en muchos casos injustamente preteridos, se nos empiezan a morir demasiado pronto.
La escuela de Barcelona viene herida de muerte, pero ya desde hace tiempo, desde que desapareció Costafreda, o Gabriel Ferrater, el aerolito de la nueva poesía catalana, y ahora se han sucedido la partida de Carlos Barral, quien más influyó con su obra múltiple, y la de Jaime Gil de Biedma, el gran poeta desencantado, elegante, nostálgico, lúcido y escaso, el del olfato infalible.
A muchos se les levantó una calumnia en forma de berza, otros se desmarcaron con gracia y buena suerte, pero todos hicieron más patria que nadie, aunque fuera en contra de aquella triste patria que padecían. En buena parte somos su resultado. Todos evolucionaron, y nos ofrecieron la carne de su evolución, que tanto nos enseñaría a su propia costa. Escarmentamos en ellos, y ahora, cuando la vieja parca se los empieza a llevar, sentimos que algo de nosotros mismos se está marchando también, sin que nadie pueda por ahora ocupar sus huecos. ¿Cómo aprenderemos a partir de su ausencia? Justo es ahora que así se diga.
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