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El realismo de los sueños

Cuesta a veces comprender por qué se empeñan los novelistas en inventar historias y destinos cuando la realidad, las cosas que nos pasan a diario a cada uno de nosotros y las generales que pasan en el mundo, es más fantástica e imprevisible que la imaginación. Italo Svevo, maestro de Literatura, sabía que lo verdaderamente original es la vida. Recuerdo que el 17 o el 18 de agosto de 1968 estaba viendo en la televisión un programa que transmitía noticias muy alarmantes sobre la situación en Praga y sobre la amenaza de una intervención soviética. Junto a mí estaba un amigo mucho más competente, más informado y más comprometido que yo en la política, que comentaba con sarcasmo esas noticias y proclamaba lo improbable y lo absurda que sería una agresión soviética en Praga. Tan miope como él o más, yo, y supongo que muchos otros, me hubiera negado a creer hasta hace muy pocos días que Dubcek, "un hombre acabado" según la arrogancia del poder checoslovaco, y también según la opinión, más compasiva y algo solidaria, occidental, iba a volver a proclamar el socialismo de rostro humano en la plaza de San Wenceslao. Somos todos unos ciegos conservadores, convencidos de que la realidad, tal como es y como estamos acostumbrados a vivirla, es inmutable; tal vez por eso no sabemos ajustar verdadera y libremente las cuentas con la muerte y cuando nos llega nos quedamos estúpidamente sorprendidos como los maridos engañados de las comedias. El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán puede transformarse, que la humanidad puede regenerarse. Este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fuesen inevitables y, en consecuencia, a permitirlos.Como cualquier individuo en los momentos significativos de su existencia, Dubcek hablando en la plaza de San Wenceslao no es sólo él mismo, es también un símbolo. Un símbolo de muchas cosas, además de serlo de los vertiginosos cambios de la historia, de sus insospechados recursos y energías de libertad.

Lo que está sucediendo en estos días, y que Dubcek ejemplifica con especial fuerza, desmiente ante todo el torpe realismo político, el maquiavelismo de baja estofa, indigno del secretario florentino de quien se reclama, que razona con tosquedad sobre las victorias y sobre las derrotas y que anquilosa la imperante mentalidad de los políticos con su cómodo y estúpido desprecio por las instancias, las exigencias y los movimientos que en ese momento parecen tener escasas posibilidades de éxito. Tendremos que aprender a preguntarnos sobre lo que significa ganar o perder, sobre los valores y sobre las medidas con que se tasan los resultados.

¿Es Dubcek un perdedor o un triunfador? ¿Quién venció en 1968, Breznev o Havel? En 1968, de eso no hay duda, triunfó la represión soviética, y no sólo porque los carros de combate marchitaran la primavera praguense. Triunfó la razón de Estado contra un movimiento libertario que en aquel entonces parecía y era militarmente débil, anticipado a su tiempo y tal vez por ello inmaduro en aquel contexto internacional para tomar las riendas del país y para gobernarlo con eficacia. En 1968 debía ser muy difícil que un sistema socialista democrático sustituyese en la Europa del Este al socialismo tiránico y que condujese al país hacia la libertad sin dejarlo tirado en el caos económico.

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Dubcek, y todos los demás que idealmente se cobijan bajo su nombre, aparecía entonces como una especie de caballero del ideal. Recuerdo el cínico regodeo con el que muchos conservadores occidentales, despreciadores de cualquier socialismo aunque éste sea democrático y humanitario, y temerosos también de que un socialismo no tiránico pudiese afirmarse y demostrar su validez, comentaron su caída cuando las botas del Pacto de Varsovia, como 30 años antes las nazis, pisotearon la libertad checoslovaca. Dubcek y sus compañeros de lucha parecían unos nobles aunque abstractos e improvisados quijotes; sus momentáneos vencedores, por el contrario, quedaban como unos reales mamarrachos, aunque, eso sí, representantes de la realpolitik, la palabra que seduce a quienes, por ser incapaces de tener ideales, se consideran políticos avezados y realistas.

Hoy estamos empezando a ver con claridad que el verdadero realista fue Dubcek y no Husak, Bilak o Breznev. Él fue quien vio algo más que la fachada de la realidad o que el velo que la recubre; adivinó lo que estaba naciendo y lo que todavía debía de nacer, las posibilidades y las exigencias de una realidad diferente, un futuro apenas esbozado, casi neonato, y que, sin embargo, forma parte integrante del mundo con tanto derecho como lo que se proclama actual, del mismo modo que quien mañana tendrá 20 años es tan real como quien los celebra hoy. Contra el peso de las cosas tal como son, y que se pretenden eternas e inamovibles, Dubcek afirmaba el deber ser, la exigencia de las cosas tal como deberían ser. No era, como se creía, un soñador; los adormilados en un letargo pesado y profundo eran los otros, los presuntos vencedores. Hoy, Dubcek, en la plaza de San Wenceslao, debería enseñarnos de una vez por todas que la política concreta no es la miope gestión del presente, que pasa y se desvanece con prontitud, sino el clarividente sueño del futuro.

Dubcek, más líder moral que genial político, es también el símbolo de algo más. Este hombre que fue desclasado, expulsado del partido, condenado a vivir en casas y en misiones modestísimas y subalternas, con el fin, así se pensaba, de bajarle los humos, encarna esa calidad humana, esa dignidad individual y moral tan abundantemente representada en la Europa del Este gracias a personas que han luchado, unas veces a favor del socialismo, otras contra sus degeneraciones, otras incluso contra el socialismo y tantas veces por la democracia y la libertad; personas que han sabido mantener el sentido de los valores y de las cosas últimas, y también la convicción de que incluso la militancia política tiene algo que ver con estas cosas últimas.

Hasta quienes han tenido que optar en determinados momentos por decisiones trágicas e inaceptables -como, por ejemplo, Kadar en 1956, creyendo así que el sacrificio del presente era terrible pero necesario en nombre de un hipotético futuro mejor- conservan una dignidad y una responsabilidad mayores que quienes, en Occidente, coqueteaban en los pasados años de plomo con la lucha armada para luego retirarse a tiempo cuando alguien se tomaba en serio las consignas y obraba en consecuencia.

No debemos detenernos ni en Dubcek ni tan siquiera en Nagy, sino que hemos de retroceder más atrás, a unos años aún más oscuros. La gran tragedia de la Europa oriental se consumó antes: tras 1956, y aún más en 1968, las violencias totalitarias emergieron con evidencia a la conciencia común, se impusieron en las discusiones; pero los delitos de Estado, mucho más graves, acaecidos en todo el Este desde finales de la II Guerra Mundial hasta la muerte de Stalin quedaron en silencio, como tabús, y no llegaron al conocimiento de tantas y tantas gentes. Si, por citar sólo unos ejemplos, escritores como Sartre y Calvino pudieron, respectivamente, decir que "el ciudadano soviético tiene una absoluta libertad de crítica" o conmoverse por las felicitaciones que los campesinos soviéticos ofrecieron a Stalin con motivo de su 70º aniversario, se entiende que esa aparición de Dubcek en la plaza de San Wenceslao tiene que ayudarnos a repensar y a corregir un amplio pasado.

Evidentemente, una manifestación como la mencionada no basta, como no bastarían ni 100 ni 1.000 concentraciones en las plazas, aunque todas sean necesarias. La historia podría preparar todavía amargas sorpresas. Una involución soviética que bloquease el proceso en curso en todo el Este, que parece irreversible, pero, dado que nada es fatal e irreversible, podría acontecer. También podrían desencadenarse los odios nacionales hasta el punto de conducir a los países del Este hacia cruentas luchas fratricidas. Podría producirse un colapso económico en los países que se han liberado del bloque comunista, y el hecho de inscribirse en una lógica de mercado occidental, para la que no están todavía preparados, podría llevarles a convertirse en colonias económicas, lo que no parece encajar con los diseños de los patriotas como Dubcek. En la tantas veces citada concentración de la plaza de San Wenceslao, Dubcek no proclamaba el fin del socialismo, sino que exaltaba el socialismo de rostro humano. Lo que está pasando en el Este, en especial en la URSS de Gorbachov y también en la Polonia de JaruzeIski, es que existe la intención de superar definitivamente la guerra fría y el enfrentamiento entre dos bloques, renovando y cambiando desde dentro los países socialistas, pero no la de capitular por las buenas ante Occidente. Es imposible hacer previsiones; la catastrófica situación económica induciría a ser trágicamente pesimistas, pese a que la voluntad, como decía Gramsci, debe siempre combatir el saludable pesimismo del entendimiento.

Lo que ahora está intentando salir a la luz, con contradicciones y dificultades, es una especie de tercera vía que, obviamente, intentará aproximarse a Occidente; es de desear que sepa y pueda hacerlo de una manera progresiva e incluso con la necesaria paciencia, sabiendo esperar cuando haga falta para poder avanzar después con mayor seguridad. La tercera vía, del tipo y forma que sea, siempre ha sido hasta ahora perdedora, y, como tal, abandonada. Pero no está escrito que semejante derrota y abandono tengan que ser eternos. Dubcek nos enseña que no es cierto, pese a lo que diga el célebre chiste, que el poder desgasta... a quien no lo tiene.

Claudio Magris es escritor. Traducción: José Manuel Revuelta.

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