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Rapiña

Rosa Montero

Resulta increíble que la desaparición de una sola persona, aunque fuera tan capaz como dicen que Toledo fue, organice semejante zapatiesta en la cúpula del primer banco del país, esto es, en las más altas alturas del poder. Ahí están todos, fajados en sus trajes grises o azules de patricios, con el gaznate apretado por el doble nudo de sus ambiciones y sus corbatas de seda. Tan elegantes y tan finos, tan predestinados en apariencia al busto en bronce, próceres excelsos de la patria. Y, sin embargo, se han puesto a darse de puntapiés unos a otros con sus zapatos italianos, ávidos, violentos, envenenados de avaricia, disputándose la herencia a dentelladas con el cadáver de Toledo aún caliente. Un espectáculo inquietante.Y mientras tan sobrios caballeros se acuchillan entre sí por los millones, hete aquí que, gracias a la implantación del tan necesario salario social, acabo de enterarme de que en este país hay más de 700.000 personas que se beneficiarán de tal medida; 700.000 paupérrimos para los que las 30.000 pesetas y pico del salario mensual supondrán un so mero alivio en la penuria. Qué sociedad tan loca: con esas 30,000 pesetas, los príncipes del dinero se deben hacer tirabuzones. Son los dos extremos de la escala.

Los de abajo son más numerosos, pero se les ignora y se les desprecia: yo ni siquiera sabía que eran tantos. Los de arriba son menos, aunque protagonistas: dirigentes, prohombres. Creo que fue Sócrates quien dijo: "Tengo un testigo de mi vida que es mi pobreza". Pero me temo que estos banqueros exquisitos prefieren una existencia clandestina: que ni siquiera su mano derecha pueda testificar contra la izquierda. Siempre temí que los ricos fueran malos, como dice el tópico izquierdista; ahora, contemplando el buitreo con que se disputan los despojos del banco, empiezo a sospechar que además carecen de estilo. Si éstos son los ciudadanos modelos de la nación, yo soy apátrida.

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