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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La calidad de vida

CERCA DE un millón de coches circulando diariamente en las grandes ciudades; 400 vehículos por cada 1.000 habitantes -con una nieta previsible de 700 por cada 1.000-; un millón de coches vendidos anualmente... Una larga lista de cifras más o menos espectaculares que, en definitiva, no harían más que encubrir un doble hecho desolador: los ciudadanos, con su creciente uso del vehículo privado, han empeorado su calidad de vida, y la Administración, en cualquiera de sus vertientes, local, autonómica o central, demuestra su total incapacidad para resolver un problema que no deja de ser sustancialmente cuantitativo.Los expertos señalan con lucidez los problemas: falta de espacio, comportamiento incívico de los conductores, desproporción entre el número de vehículos y el de kilómetros aptos para la circulación... Lo que resulta menos frecuente es encontrar solución o aplicarla en la práctica. Es evidente que, pese a ser similar el problema en todas las grandes ciudades del mundo, el ritmo diario del tráfico es muy distinto en unas y otras. Madrid, en este caso, alcanza una de las cimas más lamentables. En pocas ciudades como en ésta el habitante ha de soportar diariamente más incomodidades, atascos, tapones, imposibilidad de aparcar pese a la cuota de la ORA... En pocas el equilibrio psíquico es puesto a prueba con mayor frecuencia: desde la simple lluvia a un accidente en la autopista circunvalatoria, sin renunciar a las obras municipales, de las que se sabe su bondad objetiva sin por ello dejar de maldecirlas, todo sirve para complicar más la ya de por sí complicada situación.

En EL PAÍS de ayer, domingo, se ofrecía un amplio reportaje sobre las incomodidades diarias de la circulación, extrapolable a cualquier núcleo urbano de significación. Tras leer las opiniones de psicólogos y responsables del tráfico, todo parece indicar que la única solución tiende hacia la represión: puesto que no caben todos los que hay, prohibamos a buena parte de los vehículos, o a todos, en determinadas zonas. La opción, en definitiva, queda reducida a dos posibilidades: prohibir alternativamente circular a los coches con matrículas pares o impares, o prohibir la circulación de los vehículos privados por el centro de la ciudad. Lo que resulta, al parecer, más dificil es convencer a la gente de que abandone el automóvil. Probablemente, el desarrollismo, la incipiente orgía del consumo, la lamentable situación del transporte colectivo y el evidente símbolo de status que conlleva su uso hacen muy dificil la racionalización del problema. A ello hay que unir el nada desdeñable dato de que el 25% de los empleos se relacionan con el vehículo, desde la fabricación a las compañías de seguros, o los ingresos por gasolina. Es decir, el automóvil es símbolo, pero también pieza clave del sistema,

La incapacidad de todas y cada una de las administraciones en resolver el problema es groseramente obvia. La derecha se había cansado de acusar de ineficacia a los socialistas madrileños en el problema de la circulación, pero desde que Rodríguez Sahagún es alcalde las cosas no han hecho más que empeorar. En esta etapa ha habido días y calles en las que se ha logrado el colapso absoluto: 100%. de ocupación. Pocas veces tantos, con tantos medios materiales y humanos, han conseguido tan poco. Y si de la incomodidad y el hastío pasamos al dramatismo, las cifras son de similar elocuencia. Como se señalaba en el citado reportaje, una de cada dos muertes del segmento de población comprendido entre los 15 y los 30 años de edad se debe al tráfico. La irrupción espectacular de los llamados kamikazes, que provocaron 30 muertes, es prácticamente una anécdota al lado de las 7.000 que se producen anualmente en accidentes normales. Todo este lamentable paisaje de irritación o muerte tiene un coste económico anual de cientos de miles de millones de pesetas. Si los ayuntamientos, las comunidades o el Gobierno central no son capaces de resolver el problema, no merecen administrar otra cosa que sus propias haciendas.

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