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El milagro de un discurso

"Ha muerto Leonardo Sciascia", oído en el despertador de la radio, casi entre sueños, es como un aldabonazo siniestro en la conciencia del propio tiempo y de la propia historia literaria, un aldabonazo reconocible que suena como una explosión sorda y cada vez que se borra de repente la presencia entre nosotros de un escritor, además de admirado, amigo e intelectualmente respetado al que uno no ha visto ni ha leído desde hace ya tiempo, quizá bastante tiempo. La noticia de la muerte de Sciascia ha resonado en mí memoria con el mismo timbre que la de la muerte de Elio Vittorini hace ya algunos años; un timbre italiano, evidentemente, pero también de una cierta aristocracia intelectual, un timbre de bronce antiguo tintineando en un espacio conceptista y barroco, muy de otro tiempo y muy de unas legalidades ideológicas que fueron las nuestras, las de los escritores españoles de mi generación, y que probablemente ya no son de nadie.

Conocí a Sciascia por mediación de Elio Vittorini, ese siciliano tan antiguo, aquel filósofo clásico de sonrisa impenetrable. Era en los aledaños de 1968, en Milán. Yo acababa de leer un libro, L 'inquisitore —o tal vez Morte de l'inquisitore, no recuerdo bien—, que pretendía traducir al castellano. Un libro cuyo rastro he perdido, que no llegué a publicar y que imagino que no se ha traducido. El editor Inaudi me había puesto en relación con Sciascia a través de Elio Vittorini, y no olvidaré nunca aquella larga tarde lombarda, toda ella hecha una conversación en que apenas se habló de libros ni de edición, de editoría, como ellos, los otros dos interlocutores, pronunciarían sin dudar muchas veces. Aquella conversación es para mí un raro vértice en que se dijeron y aclararon muchas cosas acerca de una cultura literaria de izquierdas que agonizaba precisamente en aquellos años, de una manera de ser del escritor europeo que precisamente entonces trasladaba la ideología a la ética, a la ética intelectual y literaria. En italiano, una tradición intensa de los planteamientos literarios y de la moral de la literatura formulados a partir del XX Congreso del PCUS y que pasaban por lo dicho y redicho en Nouvi Argomenti II Contemporaneo o Il Menabó. En aquella conversación parecíamos deducir que éramos los escritores de una cierta moral literaria y de la imaginación. Que a partir de entonces casi todo seria diferente. Fantasías, con seguridad, pero al menos Sciascia siguió siendo igual a sí mismo.

Desde aquella tarde memorable he visto a Sciascia repetidas veces, nos hemos tropezado en fiestas y celebraciones literarias, nos habremos rozado en instituciones europeas, nos hemos saludado y nos hemos dicho muchas ironías. Pero no se ha vuelto a repetir el milagro de aquel discurso, que tal vez guiara sin querer Elio Vittorini, tan de transparencias mágicas. El aldabonazo de la muerte, que resuena tan noble y sonoro en las estancias del despertar, suena seco y leñoso en el recuerdo de aquella conversación moralizante, inolvidable, en un café de Milán.

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