Carta abierta a mi hermano, Nacho
Querido Nacho:Con tu cuerpo roto, no sé si desde donde estás no estando podrás leerme u oírme. No me hago a la idea de que tu habitual lejanía se haya convertido de pronto, brutalmente, en ausencia total.
Tengo los ojos llenos de imágenes sangrantes. Me despierto de noche y veo tu cuerpo, tu cuerpo grande, tan familiar, tendido en el césped, boca abajo, sin vida. Tú, Nacho, mi hermano de 47 años recién cumplidos el 9 de noviembre, sin vida, muerto. No es posible. Debe ser un mal sueño, una pesadilla de la que pronto despertaré.
Pero si tú eras, eres, la vida. Respirabas vida por los cuatro costados. Siempre parecías más alto y más fuerte de lo que eras en realidad. Ocupabas más espacio. Tus piernas sobresalían del lugar donde te sentabas.
Cuando venías a España, en esas escasas visitas que esperábamos con emoción e inquietud, se abrían en nuestras existencias rutinarias ¡inmensos paréntesis de luz, de actividad, de reuniones, conversaciones, encuentros.
"Viene Nacho", se corría la voz en el circulo familiar. Y la noticia era como una sacudida eléctrica que desempolvaba lo mejor de nosotros mismos. Aparecías en el aeropuerto cargado con unas maletas pesadísimas. Dice nuestro hermano Carlos que a ti te vio usar, de los primeros que lo hicieron, esos artilugios de ruedas para llevar las maletas. Y cargado sobre todo de proyectos: entrevistas, viajes, conferencias.
El tema obligado de largas charlas era tu amado pueblo de El Salvador, país al que te fuiste cuando tenías 18 años y cuya nacionalidad poseías. Un pueblo pobre donde los haya, un pueblo sufrido, desgarrado por una guerra civil que ya dura 10 años, atrapado entre el fuego cruzado de todas las opresiones, de todas las intransigencias.
A este pueblo te habías entregado en cuerpo y alma. Le habías dado tu tiempo, que era mucho, pues dormías poco. Con mi mujer, que es también de poco dormir, sostenías amables emulaciones de vigilia y la vencías. Cuando los sicarios de la muerte llegaron a vuestra residencia en el amanecer del 16 de noviembre, ya estabas levantado, vestido y trabajando. Le habías dado tu saber, que era aún mayor. Doctor en Psicología Social por la Universidad de Chicago, desbordabas ampliamente los límites de una especialidad. Y ese saber lo volcaste a espuertas en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Nos traías los últimos libros escritos o publicados por ti: Psicodiagnóstico de América Latina, Haciendo la Un¡versidad, Acción e ideología: psicología social desde Centroamérica, ,4sípiensan los salvadoreños urbanos (1986-1987). Nuestros padres tenían traspapelado en su casa un libro que les habías enviado en noviembre del año pasado para nosotros: Primero, Dios, relatos de Carta a las iglesias recopilados por María López Vigil. Me lo han entregado ayer. Entre las primeras páginas, una tarjeta Vaya manuscrita: "Queridos Alherto y Ana: ahí va ese librito, todavía caliente, que os gustará...".
El libro es estremecedor, un grito de esperanza de un pueblo que quiere vivir en paz y "ver crecer los maizales". Me han impresionado los testimonios de los campesinos que, sometidos a las más crueles persecuciones y torturas fisicas y morales por parte de un ejército armado por Estados Unidos, no reaccionan con odio, sino con increíble fortaleza y ne, menos increíble fe en Dios.
Por mí, Nacho, ha pasado el huracán de un sentimiento de odio. Odio a los que amparados por la oscuridad, incitados por el poder, con las armas en la mano, irrumpieron en tu habitación, te sacaron a la fuerza y te asesinaron, ensañándose contigo. Odio a los que han dado la orden que ha puesto en movimiento de destrucción a esos escuadrones de la muerte. Odio a un Ejército y a un Gobierno que han permitido, si no directamente incitado, la masacre. Odio a los dirigentes de Estados Unidos -gringos les llamabas tú- que son los últimos o más bien primeros responsables de semejante barbarie.
Pero el odio sólo genera más odio y más muerte. Quiero borrar de mi mente la imagen del mal, y de mi corazón, la semilla del odio. Quiero pensar en tu vida, entregada, Nacho, a los pobres y a los humildes. En tu generosidad sin fronteras, que nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos. Tú has dado tu vída por los tuyos: tus alumno, a los que enseñaste no sólo psicología, sino sobre todo solidaridad, libertad, justicia, en un rriundo insolidario e injusto; tantaS Camilias que en ti hallaron amistad, apoyo, consejo, estímulo; los campesinos, los desheredados, los marginados, a los que dedicabas las horas que te dejaban libres tus tareas docentes.
Tú, Nacho, y tus compañeros Ignacio Ellacuría, Segundo Montes (recuerdo con especial cariño a su hermano Santiago, muerto en accidente hace poco tiempo), Amando López, Juan Ramón Nloreno Pardo y Joaquín López y López sois un lujo para esta humarlídad.
Me queda en el alma, Nacho, tu risa ancha, tu voz fuerte, tu vitalidad contagiosa, tu análisis sereno de los problemas, tus manos grandes rasgueando la guitarra mientras cantabas El pueblo unido jamás será vencido, tu ilusión, tu empuje; tu corazón, que no te cabía en el pecho. Sabías que te podían matar. Así nos lo dijiste en la última eucaristía que celebramos juntos en casa de Carlos en el mes de abril. ¿Tuviste miedo en esos instantes supremos que precedieron a tu muerte? Te han roto: tu cabeza, en la que de pequeño te hiciste una enorme brecha al caerte de espaldas contra un radiador; las células con las que pensabas; los centros nerviosos que regían tu proceder recto.
Tengo los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta. ¿Dónde estás, Nacho? Quédate a nuestro lado, quédate con nosotros.
Estabas ya levantado, vestido, de camino. Tú no podías llegar a viejo. Tú serás para siempre mi hermano pequeño, el hermano más joven, el hermano que tengo en El Salvador.
En esa tu lejanía, convertida ya para siempre en inmediata presencia, recibe un abrazo de tu hermano Alberto.
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