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Polonia está al volver

Hay hechos tozudos en la historia; algunos incluso impertinentes. Y el mayor de todos ellos es Polonia. Una primera aproximación geográfica, histórica, demostrable apunta a que Polonia es una tierra que se atraviesa, invade, inevitablemente se devasta, área de geometría variable definida por todo lo que no es polaco alrededor, y que por ello se corre como un mueble sobre el mapa a tenor de las crecidas del mundo circundante.Cuando se inventaron las nacionalidades, Baja Edad Media por lo general, Polonia era campo de batalla ideal para las panzerdivisionen de la época, la caballería blindada de los señores feudales, los slazchta, que por la fuerza de las armas se repartieron el país. Era la república del liberum veto, monarquía nobiliaria de soberano electivo, en la que cada uno de los grandes barones era igual al rey, y todos juntos, mucho más que él. Ese Estado, cúspide de lo irracional, en el que la oposición de un solo par maniataba la acción del poder, estaba condenado a la destrucción ante rivales que viraban al absolutismo.

Tres grandes realezas en pugna por Mitteleuropa se encontraban con una Polonía de más en su cartografía. Prusia quería la tierra pero le sobraba el poblador, y por ello aspiró a llenar el país de una nueva generación de caballeros teutónicos; el águila bicéfala del zar lo ambicionaba todo: territorio y ocupante, puesto que lo que pretendía era rusificar la nación; la monarquía de Viena, finalmente, no quería nación ni nacionales, pues de todo tenía más de lo que podía gobernar, pero hubo de entrar en la rapiña para oponer una frontera de católicos polacos al avance del luteranismo alemán y de la ortodoxia rusa hacia el corazón del imperio. Así concluyó en 1795, con el tercer reparto del país, la existencia del imposible Estado de Varsovia.

La muerte de Polonia desparramó por Europa un movimiento internacional de revolucionarios sin nación. A comienzos del siglo XIX una legión de polacos se alistó en los ejércitos de Bonaparte al amparo de una vaga promesa de independencia redirnible a la victoria del emperador; la caballería de Poniatowski, general polaco de Francia, batió a la carga a la artillería española en los riscos de Somosierra; revolucionarios polacos combatieron en las barricadas de París, Berlín, y Viena en 1848, defendieron la Comuna en 1871, y se alzaron incansablemente, en su propio ciclo revolucionario contra el ocupante en 1830, 1846, y 1863.

Durante ese largo siglo de ocultación y rebeldía se forjó una alianza entre Iglesia y nación. La jerarquía católica se hizo depositaria de una voluntad de ser en contra de la racionalización del mapa europeo. Son los ahos de la poesía épica de Adam Mickiewicz, de los frescos históricos que cubren los muros de museos y palacios en Varsovia y Cracovia sosteniendo el recuerdo de la victoria de Tannenberg contra los caballeros teutónicos en 14 10, del levantamiento del sitio de Viena contra los turcos por Juan Sobieski en 1683, de la victoria de Somosierra en la guerra de independencia española en 1808; literatura pictórica, seguramente mala como literatura y como pintura, pero excelente caja de caudales del pasado, para que nadie corra el riesgo del olvido.

Al estallar la Gran Guerra una división de voluntarios polacos se alista en los ejércitos de Viena para combatir a Rusia, siempre con la promesa de la liberación pagadera el día después. A la derrota de los Imperios Centrales se produce en cualquier caso la independencia, con la reunión de las tres Polonias separadas, más una franja de Bielorrusia y Ucrania, dentellada de propina al imperio zarista en aparente descomposición. Por ello, y tras haber fracasado en el intento de recobrar el territorio en la guerra ruso-polaca de 1920, Moscú se lo atribuye en el cuarto reparto de Polonia: el pacto Ribbentrop-Molotov, firmado con el nazismo el 23 de agosto de 1939.

La derrota alemana en 1945

origina el quinto reparto con la ocupación soviética de una Polonia mutilada en los accesos de la URSS, y compensada con la Silesia germánica hasta la línea del Oder-Neisse. Un régimen comunista se instala en el país en una relación con Moscú no tan distinta de la que unió a Napoleón con el Ducado de Varsovia, aunque esta vez sin promesa de redención futura. Pero, aún así, la nación existe de nuevo. Ahí es donde comienzan Lech Walesa y toda la actualidad política del día.Polonia parece entonces haber resuelto sobre el mapa su problema existencial. Sus enemigos de siempre, rusos y alemanes, son no sólo aliados sino camaradas de la común cruzada del marxismo. Nadie reclama ya nada a nadie y el problema fronterizo si acaso se refiere a la otra Alemania, que con Adenauer frunce el ceño y algo más cuando contempla las tierras del Oder para allá. Pero la realidad es muy diferente. Lo que el zar no pudo conseguir: la conversión nacional de todo un pueblo, parece más factible a través del nuevo catecumenado ideológico; el comunismo es el intento más serio de una cierta rusificación de Polonia.

La primera respuesta a la nueva amenaza se produce con la revuelta de Poznan en 1956, que precipita la rehabilitación de Wladyslaw Gomulka y su efimera primavera polaca. Un comunismo apresuradamemte nacionalizado, que consiente algún papel político a la Iglesia, trata de estabilizar la crisis, mientras la represión en Hungría avisa de cómo se sofocan los levantamientos que enojan a Moscú. La segunda estalla en 1970. Cientos de trabajadores mueren en el aplastamiento de las protestas de Gdansk, y el sucesor de Gomulka, Edvard Gierek, trata de graduar nuevos espacios de tolerancia mientras subsidia el consumo de hoy con la bancarrota de mañana. La última revuelta, por fin, es la de Solidaridad en 1980, que conduce el 13 de diciembre de 1981 al autogolpe de Estado del general Jaruzelski, y la dictadura militar en nombre de un partido comunista, a todos los efectos despojado del poder. En 1956, 1970, 1980, la protesta se dirige ostensiblemente contra la escasez, la inflación, la corrupción, pero nadie se llama a engaño; lo que se combate es el socialismo real tutelado por Moscú.

Polonia es un Guadiana nacional altamente profesionahzado por la concurrencia de dos tenaces insistencias: la de sus vecinos por darse la mano o hacerse la guerra siempre sobre las ruinas de la nacionalidad que les obstruye el camino; y la de los propios polacos por rebotar desde el fondo del desastre para probar una vez más fortuna nacional. La actual resurrección de Polonia se hace, sin embargo, en un contexto radicalmente distinto al de todos los intentos anteriores. Los diferentes exabruptos militares que, desde Carlos V y su cristiana obsesión con el Sacro Imperio, pasando por Luis XIV, Napoleón, y Hitler, han pretendido reunificar por la fuerza el Viejo Continente, parecen haber llegado a un punto de extenuación final. De su fracaso nace la Comunidad Europea, mientras en la Europa oriental un movimiento que mira hacia el Oeste se insinúa con portento.

La segunda guerra dio una solución al problema de Europa central, que es el central de Europa, al precio de la supresión de las libertades y de la partición de Alemania, pero asegurando la paz en el último medio siglo de historia continental. Ese concierto de los vencedores parece hoy, sin embargo, intransitable, mientras se dibuja el perfil de un nuevo arreglo en la medida en que Gorbachov consiga llevar a término su proyecto de sí mismo. Es sintomático que el silbato de salida para la liquidación del socialismo real en Hungría y Polonia sea la aparente garantía de que ya no aparecerán más tanques en el horizonte procedentes de Moscú. Formidable novedad porque Polonia no había dejado de estar jamás bajo la amenaza de uno u otro tipo de blindados, motorizados o a tracción de sangre, desde que comenzara a ser presa de sus vecinos en el Antiguo Régimen. Por tanto, el hecho de que la renovación moscovita apunte a la construcción de una Europa oriental, sin duda sometida a ciertas exigencias exteriores, pero soberana en lo interior, da a Polonia una posibilidad de existir como no conocía desde antes de su primer despedazamiento nacional.

El reordenamiento del mapa europeo se supedita también a una solución de la cuestión alemana, lo que equivale a perderle el miedo a la idea de la reunificación. Parece, sin embargo, que ésta difícilmente sería aceptable en términos de una soberanía irrestricta, preconciliar, a la manera del concierto europeo del XIX; por el contrario, una reunificación que, como en el juego de las cajas chinas, estuviera encerrada en el interior de un sistema mayor en el que la soberanía no residiera decisivamente en ninguna de las capitales nacionales, sería una proposición muy diferente.

En esa Europa, en la que Alemania ya no fuera Alemania, en la que Moscú pagara el precio de la modernización con la renuncia al control aterrorizado de sus fronteras en Mitteleuropa, donde Viena y Budapest recuperaran la sabia lógica que obligó un día a organizar toda una guerra mundial para acabar con el imperio, Polonia, ya nunca más una pista para tanques, hallaría su sitio nacional, y con ello ayudaría poderosamente también a resolver el complejo laberinto de la Europa oriental.

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