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Anunciantes de postrimerías

En los debates teóricos del momento, lo que se lleva es la escatología. A la era de las gloriosas muertes -que si de Dios, que si del hombre- ha sucedido una época de finales estrepitosos. Primero fue, ya recordarán, el fin de las ideologías. Hace unos meses nos comunicaban nada menos que el fin de la Historia, una producción en tecnicolor de Fukuyama. Ayer mismo, otro ilustre pensador, Jean-François Revel, viene a anunciamos algo así como el ocaso de la política ('La paradoja de la democracia', La Vanguardia, 13 de octubre). Así que vivimos, según parece, otra temporada de liquidaciones: en los grandes almacenes intelectuales todo va de saldo y a precios teóricos de baratillo. Claro, que no hay que dejarse arrebatar demasiado por los vistosos reclamos de estas galerías.Se abre la oferta de saldos, eso sí, pero no todo está en rebajas, y hay ciertos artículos de fe que conservan y aun aumentan su venerable valor. Así, todas las ideologías han sucumbido, nos aseguran, a excepción de la siempre lozana doctrina liberal. Debía quedar al menos una superviviente que se encargara de revelar a la humanidad las últimas verdades, de modo que algunos han convocado por su cuenta al juicio final y se apresuran a ocupar su presidencia.

Uno, reconfortado por los descalabros de los regímenes del Este, vocea "el agotamiento total de alternativas sistemáticas viables al liberalismo occidental", "la uníversalización de la democracia liberal occidental como forma final del gobierno humano". Este Hegel redivivo, destacado en comisión de servicio al presidente Bush, ha decidido detener la Historia en cuanto ha vislumbrado el advenimiento del espíritu liberal absoluto. En indignada protesta contra quienes tachan de carente de ideales a una sociedad desinteresada de la cosa pública, pontifica el otro que "incumbe a la política desembarazar al hombre de la política", y que ahí precisamente reside la gracia del sistema liberal... No se podía enunciar, como se ve, una convicción a la par más política y menos democrática.

Se diría que estamos ante el consabido prurito del intelectual, cuando éste ve agotadas sus propias reservas y, en la urgencia de competir en el mercado de ideas, se lanza a discurrir las más llamativas novedades. Son primicias viejas de dos siglos, desde luego, pero nada arredra a quien pretende estar "a la última dernière", como el del chiste. Tampoco se trata de profecías espantables, no se me sobresalten. Estos modernos anunciantes de postrimerías, lejos de predecir calamidades, se encuentran satisfechos con lo que ya ha llegado o se avecina.

Tal vez, por ejemplo, debería estar en vías de extinción la prehistoria, ese inacabable período durante el cual el hombre sólo ha sabido estrechar relaciones animales con sus semejantes.

Pero si nos hallamos en el mejor de los mundos sociales y políticos posibles, ¿a cuento de qué indagar, más allá de lo que hay, en lo que puede y hasta debe haber? A lo mejor la "paradoja democrática" comenzaba a desvanecerse a poco que se probara a difuminar el adjetivo (liberal) y subrayar el sustantivo (democracia). Mas nada de ensoñaciones rusonianas ni utopías marxistas. Hasta aquí ha llegado la historia, y la cosa no da más de sí: fuera de la iglesia liberal no hay salvación democrática. De estos pensadores escribía Marx que tienen una singular manera de proceder. Interesados en mantener a toda costa sus propias instituciones, hacen como los teólogos: consideran las demás religiones pura invención de los hombres, mientras que la suya propia ha emanado de Dios. "Por tanto, ha existido la historia, pero ya no la hay".

Pero dejemos por ahora al teólogo de la Casa Blanca y vengamos al catecismo del francés. La tarea de la democracia -nos amonesta monsieur Revel- no es otra que librar al hombre de la política, o sea, "enseñarle a determinarse por sí mismo en lugar de ser determinado por la colectividad". Por desgracia, hasta hoy mismo, muchos individuos, incapaces de dirigir su propio destino, han preferido reemplazar su libertad personal por la exaltación colectiva. Pero sólo esa libertad personal, entendida como autonomía cultural, permitirá la pervivencia de la democracia. Y este triunfo del liberalismo se acompañará quizá de una vida política mortecina, pero es seguro que la sociedad civil brillará entonces con luz propia.

Como se le ve demasiado la mano invisible, resumamos el programa: cada cual en su casa y Adam Smith en la de todos. Hubo santos padres del liberalismo, como B. Constant, para quienes "el peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político. Los depositarios de la autoridad no dejarán de exhortarnos a que dejemos que así suceda, porque están siempre dispuestos a ahorrarnos toda especie de trabajo, excepto el de obedecer y pagar". Monsergas de ancianos. Para los liberales de hoy, lo que aparecía como una amenaza a comienzos del siglo XIX hace las delicias de estos finales del XX, y así per secula seculorum.

He aquí, por tanto, resucitadas las tesis de la ingobernabilidad de la democracia, del elitismo democrático, de la saludable apatía ciudadana, etcétera, si bien revestidas de un lenguaje más decoroso. Antes, sus portavoces defendían aquellas doctrinas como lo mejor para el funcionamiento de un gobierno eficaz. Sus representantes actuales van más lejos: sólo sí nos desentendemos de la política seremos más libres; la dedicación a lo colectivo es síntoma de un lamentable infantilismo político, bien sea en su forma fanática, terrorista o revolucionaria. Para devenir individuos realizados, en suma, hay que dejar de ser ciudadanos. Con el filósofo griego, que no era lo que se dice un furibundo demócrata, siempre creímos que quien podía prescindir de la política sería "o un dios o una bestia". Nos tocaba aún aprender de la sabiduría de J. F. Revel que, si no dioses, los individuos de nuestros días que van a lo suyo tampoco es que sean bestias. Todo lo contrario: se trata de demócratas ejemplares que, liberados de toda debilidad política, cultivan con esmero su autonomía personal.

La ofensiva neoliberal, de tan burda, consigue ciertamente ofender. ¿Que la democracia debe garantizar la realización de cada persona, "en lugar de confiar este cometido a una autoridad política o religiosa?". Sea, con tal de no encomendarlo tampoco a la autoridad im-

personal y más imponente del mercado o del dinero. ¿Que el dominio individual de la cultura es condición de la solidez de los sistemas democráticos? No faltaba más, pero tal vez convendría asegurar antes autonomías más básicas, en torno al trabajo o la vivienda, digamos. ¿Que los políticos profesionales quieren hacemos creer en la importancia de lo colectivo a fin de no perder su comercio? Así será, si él lo dice, sólo que las necesidades colectivas no desaparecen por mucho que los políticos las aprovechen al montar su mercadillo; sería tanto como negarnos a comer para mostrar nuestra repulsa al floreciente negocio de los cocineros. ¿Que existen todavía demasiados hombres tan poco resueltos a ser libres que se acogen bajo cualquier autoridad y sorben las más insípidas papillas religiosas o políticas? Por supuesto, pero una cabeza honesta no debería confundir a esos individuos tribales con todo aquel ciudadano que requiere -justamente para cumplir sus proyectos personales- un proyecto colectivo.

Este ciudadano sabe que sólo puede y quiere ser libre en y a través de la sociedad en que le toca vivir. El individuo soñado por Revel parece creerse libre al margen de su entorno, y construye así su seudolibertad a expensas de la libertad de sus socios. Uno y otro, mal que le pese a nuestro autor, son ya individuos socializados: el suyo,

que es el general y vigente, resultado de una socialización anárquica; el otro, fruto de una anhelada socialización más racional y comunitaria. Aquél sólo se mueve por un amor propio salvaje; a éste le inspira más bien un egoísmo ilustrado, ese interés que se reconoce impotente y dañino si no cuenta con el de los demás. De manera que en ningún caso está en disputa la primacía del individuo y de su deseable autonomía y plenitud personal. El punto en litigio es el reconocimiento o rechazo del carácter social de ese individuo y, por ello, de la clase de sociedad que mejor promueva la libertad de todos. Proponer que el individuo se autodetermine con independencia del inevitable condicionamiento ejercido por su colectividad es misión imposible, además de sospechosa. Procurar que la organi

zación de esa comunidad permita la máxima autodeterminación del individuo, ésa es la única tarea digna de la política democrática. Pues lo que el hombre no logra como individuo, trata de alcanzarlo desde su condición de ciudadano.

Otra cosa es que a la democracia liberal contemporánea le quepa, en efecto, el dudoso mérito de haber acabado con la vida política participativa. Y nada era más fácil, si por política se entiende la esporádica relación entre unos pocos vendedores y la mano de consumidores de mercancías públicas. O si el aparato del Estado queda convertido en un gigantesco mecanismo automático destinado a preservar -a lo más, suavizándola- la lógica brutal de la sociedad civil. Es decir, si la política se ha rebajado a mera administración de las cosas. Pero esto es un hecho, y, por cierto, desgraciado; de ningún modo un ideal.

No simple paradoja pues, sino misterio tremendo éste de la democracia como un sistema político privado de sustancia política. Tan profundo es el enigma de esa tortilla democrática sin huevos, que su sabor recuerda más a un cocido autoritario. Tocqueville, al que nuestro personaje cita para negarlo, no sólo había advertido el riesgo de la mediocridad como producto de la democracia liberal; también vio en el despotismo democrático, ese "que degradaría a los hombres sin atormentarlos", su mayor peligro. De una y de otro se empeñan en dar fe el pensamiento de J. F. Revel y la sociedad que tan complacido celebra.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía de la universidad del País Vasco.

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