Lo que está en juego
POR QUINTA vez desde el restablecimiento de la democracia, los españoles tienen la oportunidad de elegir a sus representantes políticos y de conformar mayorías capaces de determinar el signo del Gobierno durante cuatro años. Esta posibilidad no agota, evidentemente, todo el contenido de la democracia, pero sí constituye su núcleo esencial.Los reproches al diseño constitucional, a aspectos de su desarrollo legislativo o a su aplicación práctica por los gobernantes de turno no pueden aducirse, como han pretendido algunos, como razón que cuestione la legitimidad de las urnas. Los españoles votan libremente y su voto es eficaz para constituir mayorías alternativas y, por tanto, Gobiernos alternativos. Ejercer el derecho al sufragio -sin excluir tampoco la posibilidad del voto en blanco- es la mejor manera de contribuir a fortalecer y a perfeccionar la democracia.
En todos los regímenes democráticos hay aspectos que desmienten de modo parcial los ideales que inspiran el sistema; casi cualquier modelo de circunscripción electoral que se establezca implica un riesgo de desigualdad. En España, cada escaño, de provincias como las de Madrid o Barcelona requiere cuatro veces más de sufragios que uno de Soria o Teruel. El sistema mayoritario vigente en países como el Reino Unido y otros contradice el principio de proporcionalidad, pero también lo hace parcialmente la aplicación de la regla D'Hont. Los fondos adelantados para financiar las campañas, así como las oportunidades de presencia en los medios de comunicación estatales, se fijan en función de los resultados anteriores, lo que equivale a dar por supuesta una cierta inevitabilidad de su repetición. Esas u otras imperfecciones, incluidas las derivadas del mal uso por los gobernantes de los privilegios de su posición mayoritaria en el Parlamento, forman parte del debate político. Pueden y deben ser combatidas sin por ello cuestionar el marco mismo del sistema o la legitimidad del Gobierno emanado de las urnas. Así ocurre en las democracias maduras, y sería deseable que también ocurriera así entre nosotros.
Tras siete años de Gobierno socialista, la oposición está en su derecho de insistir en que nada está decidido de antemano. Sin embargo, los ciudadanos han aprendido a distinguir entre lo posible y lo probable. Por efecto tanto de su experiencia de comicios anteriores como del conocimiento de los datos aportados por sondeos cada vez más perfeccionados, cualquier elector mínimamente informado dispone de un cuadro aproximado de las probabilidades de éxito de cada partido; es decir, de las oportunidades de llevar a la práctica las promesas electorales con que cuentan las diversas formaciones. Sabe también, pues es una especie de sobreentendido, que existe una relación inversamente proporcional entre la cantidad y espectacularidad de tales promesas y las expectativas de llegar a gobernar. A la hora de emitir su voto, los ciudadanos valoran ese factor de probabilidad, tomando en consideración sólo testimonialmente las ofertas de los que poseen escasas posibilidades de llegar a administrar el país.
La mayoría absoIuta
El convencimiento, compartido por una mayoría del electorado, de que el PSOE seguirá gobernando, bien en solitario, bien en coalición, pero siempre en posición hegemónica, ha desviado en esta campaña el debate sobre los programas a la conveniencia o improcedencia de que los socialistas repitan mayoría absoluta. La oposición ha aceptado implícitamente esa formulación, en la esperanza de romper el relativo bloqueo en que se encontraba desde 1982 y llegar con sus mensajes a segmentos del electorado tradicional del PSOE.
Una parte de ese electorado no deja de ser sensible a las denuncias sobre los abusos cometidos por el partido del Gobierno en terrenos que tienen que ver con las reglas del juego democrático. De ahí la importancia adquirida por asuntos como el del sectarismo de las televisiones públicas o el ventajismo en la utilización de los sondeos del CIS. El escándalo producido ayer en la cadena pública catalana TV-3 recuerda, por otra parte, que la abusiva utilización de los medios de información públicos no son en España monopolio de un solo partido.
Los socialistas, de acuerdo con la prioridad dada a la economía en la gestión gubernamental, han insistido en las ventajas de un Gobierno fuerte y estable para responder eficazmente a los problemas de la integración europea. No es una premisa despreciable. Politólogos como Maurice Duverger llevan años insistiendo en las ventajas de los Gobiernos mayoritarios y disciplinados respecto de aquéllos obligados a condicionar los presupuestos del Estado al acuerdo con fuerzas minoritarias y a veces muy distantes ideológicamente.
Según ese argumento, los países del primer grupo pueden adoptar decisiones coherentes y firmes que les permitirán llegar en el año 1993 al mercado único en condiciones más favorables que los del segundo bloque, condenados a la impotencia por la fragilidad de los apoyos que sostienen a los Gobiernos respectivos. Además, la necesidad imperiosa de pactar las decisiones fundamentales otorga a las minorías, siempre dispuestas a vender su asistencia a precio de oro, un poder desproporcionado al respaldo que les ha sido otorgado por los ciudadanos, distorsionando, aunque sólo hasta cierto punto, la voluntad popular.
Los pactos
Frente a esa tesis se elevan las posiciones de quienes consideran que el progreso democrático exige ahora, de acuerdo con el pluralismo de la sociedad española, recuperar la cultura del diálogo político y social, que es, a su vez, la mejor garantía de estabilidad. Y que los socialistas sólo renunciarán a los hábitos sectarios adquiridos durante sus siete años de cuasi monopolio del poder si los resultados electorales los obligan materialmente a llegar a acuerdos con otras fuerzas. Ello se completa con consideraciones relativas al adocenamiento de unos gobernantes demasiado instalados y que, al no sentirse inquietados por otras corrientes políticas, pierden el contacto con las aspiraciones de la calle, desprecian las críticas y restan importancia a las lamentables deficiencias de los servicios públicos, tales como la asistencia sanitaria, los transportes o la vivienda.
En estos términos se plantea la alternativa fundamental que han de resolver este domingo los ciudadanos españoles, a despecho de la tendencia de algunos candidatos a oscurecerlo con su afición a sustituir los argumentos por la descalificación personal, y los razonamientos, por consignas que caben en una simple pegatina. Para buen número de electores, el dilema se complica a la vista de las ofertas concretas que aparecen ante sus ojos. Porque muchas de las mayorías alternativas teóricamente posibles son escasamente probables. Y algunas, francamente increíbles.
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