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El encartado en la corte

En una breve visita a la concurrida feria del libro de ocasión tropecé en los anaqueles con un empolvado ejemplar de hace casi 100 años que llevaba por título El honor de Trueba. Fue el primero de una serie de tomos de la llamada Biblioteca Bascongada, que dirigía don Fermín Herrán. Contiene un ramillete de artículos, conferencias y discursos dedicados a ensalzar la figura de don Antonio de Trueba con motivo del homenaje que le tributó Bilbao y el entero señorío de Vizcaya, en ocasión de inaugurarse su estatua, que modelaron las manos líricas de Benlliure y que sigue siendo la más hermosa escultura que brota en los jardines de Albia. A mí me recuerda la de Juan Jacobo bajo los tilos del Ródano en Ginebra. Igual descanso sosegado con la mirada perdida en el lejano paisaje. Allí, los Alpes gigantescos; aquí, el entorno nublado, maternal, verdioscuro, de los montes de Vizcaya.Don Ricardo Becerro de Bengoa, el erudito alavés, nos traza en el prólogo del libro un bello y sustancioso retrato del escritor, periodista y poeta. Nace Trueba en un modesto caserío de Galdames, en 1821, de una familia humilde que vive del campo que cultiva. Es un adolescente despierto, vivo, que goza leyendo los romances de feria que le trae su padre de cuando en cuando. La primera guerra carlista la contempla el adolescente en sus cotidianos y desgarradores episodios. Presencia cómo ejecutan a palos a un desertor cristiano sujeto a un tambor y el fusilamiento de la novia del desertor, que muere al grito de "¡Viva Carlos Quinto!". El padre de Trueba lo envía a Madrid para alejarlo de la contienda con una carta para su pariente Quintana, que tiene una ferretería en la calle de Toledo. Allí trabaja en el almacén durante 12 horas, ganando un jornal de ocho reales. Empieza poco a poco a leer a los poetas románticos españoles, entonces de moda, y traducciones de autores franceses y alemanes, novelistas de renombre. La inspiración creadora la lleva dentro de sí el joven encartado.

En un artículo autobiográfico que publicó Trueba en la Ilustración Española y America-

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na al final de su vida explicó en unos párrafos admirables cómo sintió la llamada de la vocación de escribir: "Cuando se cubrían de hojas las arboledas que cercaban nuestro caserío de Santa Gadea, y de flores los cerezos que daban nombre a una fuente, y los mirlos y malvises se deshacían en cántico amoroso en aquellas umbrías, yo sentía que algo extraordinario 'me andaba por dentro".

Era don Antonio un hombre limpio, generoso y transparente. Quiere cantar y contar lo que oye y lo que ve, sin afiliarse a una escuela o sector determinado de las letras. Le interesa el pueblo. La visión directa, sin prejuicio, de cómo vive, habla, discute y opina la gente de la capital de España. Son los años isabelinos, el bienio progresista, y él mismo nos cuenta cómo en sus días libres, sábados y fiestas, recorre incansable los parajes más típicos de la capital. Explica cómo recogió lo esencial del Libro de los cantares de esa fuente inagotable que es la observación directa del pálpito humano. "La mayor parte de los versos de este libro", escribe, "se han compuesto vagando por el Retiro, por la Florida, por la montaña del Príncipe Pío, por la Casa de Campo, por la Virgen del Puerto, por las praderas del Canal, por Lavapiés y el Barquillo, por dondequiera que cantan pájaros y ostenta el pueblo sus virtudes y sus vicios, que de todo tiene el noble pueblo español".

Era un hombre alto y bien plantado, andarín infatigable en la ciudad y en el campo. Decían que vestía con la sencillez de un aldeano pudiente cuando va a la ciudad. Llevaba siempre su cigarrillo encendido entre los labios. La cabeza, un poco inclinada hacia adelante, como de alguien que escucha y medita sin cesar. Sus Cuentos de color rosa fueron un éxito inicial de ventas y se hicieron del libro varias ediciones, con traducción al francés y al alemán. Su naturalismo inocente y directo, sin trampa ni cartón, fue lo que le valió el mordaz comentario de don Marcelino sobre la "honrada poesía vascongada" que divertía a don Miguel de Unamuno.

La reina Isabel II gustó tanto de estos relatos que le pagó una edición entera para hacer regalos a sus amistades. También los duques de Montpensier le encargaron una edición en francés. Trueba decidió un día emanciparse de la sujeción de la tienda y lanzarse al proceloso y no siempre rentable mar de la literatura. Fue, primero, el Ayuntamiento de Madrid el que le otorgó un destinillo que le producía unos reales menos que el sueldo que disfrutaba en el almacén. Sus éxitos crecientes y sus cuentos cortos y artículos en la Prensa le abrieron las puertas de La Correspondencia de España, donde colaboró 10 años, y se integró definitivamente en el estamento literario de Madrid y de España. Su exquisita cortesía, su trato sencillo y afable, lo hicieron un comensal bienvenido en las reuniones y ágapes de poetas y prosistas.

Dije antes que Trueba era encartado y que lo sentía de pies a cabeza. La Encartación, o mejor dicho, en plural, las Encartaciones, son una comarca de Vizcaya situada a la orilla izquierda del Nervión, formada por 11 concejos y cuatro valles, además de tres villas. La mejor definición de la palabra encartado la dio, a mi parecer, la Recopilación de las leyes de Castilla: "Tierra o lugar cuyos moradores reconocen libremente a uno por señor, con pensión de acudirle con algo, para que los defienda y gobierne conforme a sus fueros". Los encartados pleitearon con el señorío e incluso llegaron a separarse de él temporalmente. Su casa juntera se levantaba en Avellaneda, no lejos del caserío natal del escritor.

Antonio de Trueba, poeta favorito de Isabel II, no tuvo otra ideología militante que la de fuerista impertérrito. No hablaba el euskera, sino el castellano sonoro y jugoso de la Encartación. Vuelto al país natal poco antes de la segunda guerra carlista, fue nombrado cronista del señorío y siguió empeñado en su fecunda tarea, trabajando en artículos históricos y literarios. El estallido del conflicto civil y su desenlace final fueron como una puñalada a su lealtad dinástica. Redactó un valeroso documento dirigido al rey Alfonso XII, rogándole que no firmara la llamada proclama de Somorrostro, que anunciaba la abolición de los fueros, porque ello crearía abismos de rencor de largo alcance. Él, tan proclive a la cortesía y al trato amistoso, rechazó años después una invitación de la destronada reina Isabel para que acudiese a palacio, con ánimo seguramente de restablecer sus buenas relaciones anteriores. Cuando fue nombrado padre de provincia, en la última Junta Foral, Trueba dijo sencillamente: "Vale esa distinción que me otorgáis más que todas las cruces y calvarios. Y que todos los mimos palatinos posteriores a la proclama de Somorrostro".

Así era este poeta encartado, que brotó de la tierra con una voz espontánea y natural y que recogió también en sus correrías juveniles de bohemio vasco vagabundo el alma y la chispa del pueblo de Madrid.

conde de Motrico y ex ministro de Asuntos Exteriores.

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