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El intelectual y la cocaina

A lo largo de este verano y hasta el momento presente ha sido bastante habitual en la Prensa la aparición de artículos defendiendo la despenalización del comercio de la droga. Entre quienes más se han señalado en esta postura hay que citar a Fernando Savater y a Antonio Escohotado, de quienes habrá que alabar, como mínimo, la capacidad de enfrentarse con opiniones comúnmente aceptadas. Se podrían resumir sus opiniones diciendo que creen que todas las sociedades han conocido el uso de drogas y que el derecho a la automedicación (es decir, a su. consumo) deriva de la propia libertad individual; el problema de la droga sería así, únicamente, el de su persecución, derivación final de una mentalidad inquisitorial que en otro tiempo quemaba a las brujas. La distancia entre tales juicios y aquellos otros que fundamentan con una excepcional unanimidad la actuación de organismos internacionales y de los Estados es tal que mueve a preguntarse hasta qué punto se habla de una misma realidad cuando los planteamientos son tan radicalmente antitéticos.Escohotado ha escrito una Historia de las drogas que quizá permite dar una explicación de esta disparidad. No me voy a referir a su identificación entre el efecto de la droga y la ebriedad y entre la adicción y la simple manía, aunque me imagino que no será fácilmente aceptada por más de un médico. Lo que me interesa es recalcar que su interpretación del pasado más reciente se basa en una especie de filosofía de la historia a lo Indiana Jones: en el mundo habría una lucha perpetua entre fuerzas sórdidas y oscuras y el bien -en este caso, la despenalización- que se debe imponer a poco que uno use su razón. La prohibición del comercio de la droga y su persecución sería obra de un solo país, Estados Unidos, también descrito como el sistema o como un Estado de seguridad nacional, como si fuera una modalidad del fascismo, que actúa al mismo tiempo a través de sus servicios secretos y la CIA como inspiradores y beneficiarios de ese negocio clandestino. Un aliado objetivo de esta situación sería la farmacracia, es decir, el conjunto de especialistas que han dictaminado la peligrosidad de la droga frente a la tesis del derecho a la automedicación. Esta visión conspiratorial de la historia, en que judíos, bolcheviques y masones han sido sustituidos por la CIA y los farmácratas, mueve a una actitud de cruzada -parecida a la que aprecian en sus detractores- a quienes la comparten, para los que supongo que debe ser gratificante estar convencidos de tan simplicísima visión del mundo. El inconveniente de ella es que los problemas de éste no se arreglarán con la mera despenalización del comercio de la droga, sino que, al parecer, resulta imprescindible concluir con Estados Unidos y con el sistema democrático que fomenta este tipo de situaciones. Según Escohotado, por ejemplo, el incremento de las penas por comercio de drogas en España habría sido "quizá urgido por la Embajada norteamericana".

Tal interpretación de carácter general a mí me parece, como historiador, carente de fundamento; lo es todavía más que aquella otra que predica la despenalización por simple hartazgo al enfrentarse con un problema difícil, o con aquella otra que cree que el mercado por sí mismo solucionará todos los problemas. Carente de conocimientos médicos, tiendo más bien a pensar que si todos los Estados (incluidos los democráticos, únicos que me merecen respeto) consideran que no son

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sólo precisas medidas penales contra el tráfico de drogas, pero éstas también lo son, debe haber razones para que así sea; tal actitud me parece más lógica que la visión conspiratorial de la historia antes descrita. No se trata de que la despenalización deba ser aplazada hasta que pueda hacerse en todo el mundo, sino que, porque está tan absolutamente generalizada hay que pensárselo seriamente antes de proponer su desaparición en un país.

Las razones de esta proposición debieran ser de índole práctica y que tuvieran en cuenta aquella sentencia relativa según la cual lo más prudente es llevar a cabo los experimentos con gaseosa. Me parece, en este sentido, que las dos cruzadas antitéticas (también la de los que creen que el objeto principal de la CIA es difundir el uso de la cocaína) sirven de bastante poco.

La primera misión de cualquier Estado, con respecto a la droga, habría de ser informar si ésta viene a ser algo sustancialmente idéntico del café o el vino, como opinan algunos, o no, como parece ser corrientemente admitido. Luego habría que pensar no sólo en el derecho a la automedicación, sino también en la existencia de menores o de personas que por especiales circunstancias no ejercen ciertamente el libre albedrío al consumir la droga. Este acto no puede juzgarse simplemente como algo individual, sino que tiene obvias implicaciones sociales; el mero hecho de calificar a los adictos de maniáticos da muy poco pie a justificar luego la atención rehabilitadora de instituciones públicas. La salud pública no es una resurrección de la quema de brujas, sino una conquista de los derechos humanos.

¿Eliminaría la despenalización del tráfico de drogas el fabuloso negocio realizado con ellas? No hay indicios de que quienes lo hacen ahora estén muy impresionados por esa eventualidad, y es muy posible que, por el contrario, hubiera un doble circuito comercial (el legal y el paralelo, dirigido, por ejemplo, a menores). Lo sucedido en China a fines del siglo XIX o en fechas recientes en Holanda y el Reino Unido prueba que de la despenalización, incluso reducida y experimental, se sigue un aumento de consumo; de él derivaría más inseguridad que la que sería evitada al desaparecer, supuestamente, el delito relacionado con la droga.

No está probado que de la legalización del comercio de ésta se siga la mayor calidad del producto, porque los casos en que hubo oferta legal (y que luego fueron considerados por los experimentadores como un fracaso) no quedó por ello eliminada la que no lo era. Cuestiones como ésas deberían ser objeto de debate, y no otras, porque mientras juguemos a sustituir a Raymond Aron por Indiana Jones como filósofo de la historia de cabecera, poco avanzaremos en la resolución de un grave interrogante.

Quisiera concluir con una última reflexión. Es cierto que la cuestión de la despenalización del tráfico de drogas, porque hace referencia a esa relación siempre tensa y llena de interrogantes entre individuo, sociedad y Estado, y porque implica a los principios éticos y a la responsabilidad del intelectual, merece discusión y debate permanente. Pero también uno piensa a menudo que en un país y una sociedad que tienen sobre sí el terrorífico interrogante de los GAL o el lamentable espectáculo de una democracia que funciona a medio gas, ése no es, ni por asomo, el debate que debiera ocupar la primera página de la Prensa, sobre todo si sus protagonistas son los intelectuales y si los argumentos son del género de los descritos.

Javier Tusell es catedrático universitario y director de la Fundación Humanismo y Democracia.

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