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De la década Thatcher

En abril de 1979 tuve el privilegio de recibir de las suaves manos de la señora Margaret Thatcher un cheque por 200 libras y una placa en plástico donde se me nombraba crítico del año. Esto tuvo lugar en el hotel Savoy de Londres, y en un enérgico discurso sobre la importancia de la libertad de prensa, la nueva primera ministra hizo una extensa cita de uno de mis artículos . Ése fue el principio y fin de todo contacto entre la dama de hierro y yo. En aquel tiempo vivía en Mónaco y aún lo sigo haciendo. La vida política de mi país natal ha sido, durante 20 años, un tema algo remoto y exótico. No tengo posición política y puedo observar el progreso o retroceso de 10 años de thatcherismo con una fatal objetividad.Por supuesto, es peligroso relacionar directamente el mandato de la señora Thatcher con alguno de los fenómenos que veo en mis infrecuentes viajes a Gran Bretaña. Los anuncios en las vallas son agresivos y groseros. También hay mucha agresión física. En 1979, el partido de la señora Thatcher se quejaba "del número de crímenes en Inglaterra y Gales, que es casi igual a una vez y media lo que era en 1973". A partir de ese momento, se ha incrementado en un 40%. El número de robos a mano armada se ha triplicado. No es culpa de la señora Thatcher que los seguidores del equipo de fútbol del Liverpool hayan sido responsables de dos espectaculares desastres. Pero la violencia está en el aire, tanto en los estadios como en la calle, y puede considerarse, tal vez de manera caprichosa, como aspecto de una filosofía de la agresión. Progrese, haga dinero: es el lema del próspero Sureste. El desafortunado Noroeste, donde el desempleo es lo único que prospera, se siente frustrado. Liverpool es la ciudad más deteriorada del Noroeste. De alguna manera, la frustración debe encontrar una salida.

Mientras yo y otros de mi generación luchábamos contra Hitler, éramos alentados, por un Gobierno de coalición que contaba con una gran fuerza radical, para la futura construcción de un Estado asistencial (Welfare State). Éste se creó lenta, angustiosa y costosamente, a finales de la guerra. El propósito de la señora Thatcher ha sido desmantelarlo totalmente. El Estado no está para cuidar de la gente. La gente tiene que hacer dinero y aprender a cuidarse de sí misma. Para esos desdichados ciudadanos que no pueden hacer dinero, las perspectivas son negras. Los ancianos, cuyo número crece, resultan un elemento inútil en una sociedad dedicada al libre juego del mercado. No se les puede, precisamente, echar al cubo de la basura, pero se les puede culpar, y se hace con frecuencia, de soñar con un Estado que los proteja. Si mueren de desnutrición o hipotermia, son simplemente unas desafortunadas víctimas de la economía de mercado.

En 1979, el partido de la señora Thatcher dijo: "El Estado utiliza una parte demasiado grande de los ingresos de la nación. Esa parte debe reducirse de manera constante". Si bien es cierto que la mayoría de las familias británicas pagan un menor impuesto sobre la renta, sin embargo pagan más en tasas locales, impuestos al valor añadido y contribuciones al seguro nacional. La carga impositiva total, para una familia promedio, se ha elevado del 35,1% en 1978-1979 al 37,3% en 1988-1989. Pero no hablemos de igualdad en este tema. Los impuestos han aumentado con mayor rapidez en el Sur que en el Norte, y los ricos han tenido muchos más recortes en los impuestos que los pobres. Todo esto concuerda con una filosofía que recompensa a aquellos que hacen dinero. Hay algo de criminal en ser pobre.

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Existen cosas que no pueden considerarse en términos de economía de mercado: la más importante es la educación. En un reciente informe, los inspectores de colegios de su majestad se lamentan de que "muchos maestros sienten que su profesión y su labor son mal interpretadas, y que, además, se infravaloran". Esto resulta inevitable cuando la filosofía gobernante es utilitaria. La educación poco vale si, directa o indirectamente, no conduce a la expansión del producto nacional bruto. ¿Para qué sirve estudiar historia, filosofía o arqueología? Existe una diferencia entre instrucción y educación, que la señora Thatcher no admite. Sabemos que la educación siempre ha sido inútil en términos utilitarios. La instrucción convierte a la gente en ejecutivos e ingenieros informáticos, pero no los hace más educados. Presumíblemente, la señora Thatcher no ve ninguna necesidad en la enseñanza de los valores morales. Hay pocas evidencias en la actual vida británica para que se considere mejor ayudar a los enfermos y a los que padecen, que darles un puñetazo en la cara.

La propia señora Thatcher es una notoria filistea. Nunca se la ve en conciertos, o como espectadora de obras teatrales u óperas. Lee éxitos de ventas. Recientemente confesó, con cierta especie de orgullo, que acababa de releer El cuarto protocolo, de Frederick Forsyth. Obsérvese: releer. Es una a-intelectual. No hay poesía en ella, como la había en Disraeli y Churchill. No tiene música, a diferencia de su antecesor Edward Heath. No tiene el menor sentido del humor. No posee nada de elocuencia, sólo la capacidad de regañar y lamentarse amargamente. Pero tiene una opinión tan elevada de sí misma que instintivamente pluraliza del "yo" al "nosotros". "Somos una abuela", ha dicho. Ante un reportero de la BBC en Moscú, se jactó: "En Gran Bretaña estamos en la situación afortunada de ser, como es notorio, la persona con más años en el poder". Promete convertirse en una megalómana y, como todos los enfermos, tiene pocos motivos para este autoincremento.

Pero ¿por qué con la filosofía thatcheriana comparte Gran Bretaña la etiqueta de nación industrial? Cuando la dama de hierro llegó al poder, la tasa de inflación en Gran Bretaña era del 10,3%, inferior a la de Norteamérica, Francia e Italia. Diez años más tarde es del 8%, superior a la de cualquier otro país industrializado. En 1978, Gran Bretaña tenía un superávit comercial de cinco billones de libras. El año pasado había un déficit de 14 billones. Como productor industrial, Gran Bretaña simplemente no es competitiva. Los costes unitarios de trabajo son demasiado elevados. En 1986, la productividad era un 73% más alta en Japón, un 106% más alta en Alemania Occidental y un 167% más alta en EE UU.

Miro hacia atrás con ironía, al igual que otros colegas periodistas, hacia aquel día de abril de 1979 cuando la señora That-

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cher era, en palabras prestadas, tan elocuente en su elogio a una Prensa libre. En abril de 1989 la Federación Internacional de Periodistas la acusó de un "sistemático y amplio" esfuerzo para limitar la información libre y la libre opinión. Probablemente sea en lo relativo a la independencia televisiva bajo control gubernamental donde se registren los mayores síntomas de peligro, pero, tal vez, esto tenga mucho menos que ver con el deseo de esconder o amordazar que su maniática devoción por el mercado. Porque la BBC está en peligro, y la BBC, una empresa libre que depende de un sistema de licencias y no de la subvención de la publicidad, es la única voz de todos los medios de comunicación que mantiene una responsabilidad hacia las artes, hacia el saber y hacia una total libertad de opinión. La señora Thatcher preferiría que la BBC desapareciera y fuera reemplazada por otra cadena televisiva con programas triviales subsidiados comercialmente, y obediente a las fuerzas del mercado para así dar a la gente lo que piensa que quiere. Si la señora Thatcher pudiera abolir tales pretensiones a la intelectualidad, como existen, estaría muy contenta de hacerlo. A la mayoría de los ciudadanos no les importaría. Esto, a veces, es conocido como democracia.

He trazado una imagen algo negra de la dama de hierro y de la década que lleva su nombre, y, sin embargo, el hecho de haberse mantenido en el poder durante un período tan extraordinariamente largo debe indicar la pronta aceptación por parte del país de su personalidad y de su filosofía. En efecto, los ciudadanos de Inglaterra y Gales (aunque no necesariamente de Escocia) parecen aprobar la política de recibir y gastar, que se asocia con su mandato. No hay un gran amor por el socialismo, fundamentalmente porque ya se ha probado el socialismo y se lo ha visto fracasar de manera rotunda. Los dirigentes socialistas del país no son más amables ni más humanos que su poderoso enemigo. Postularon una lucha de clases basada en una imagen desgastada del trabajador, que ya no sirve. Los trabajadores, si son suficientemente prósperos, se unen ahora a la clase media, pero, si no lo son, y en particular si son jóvenes, se convierten en un violento lumpenproletariat desunido. Los asesinos y alborotadores en los partidos de fútbol expresan su resentimiento al no recibir su parte de la tarta thatcheriana. No se están manifestando para lograr una vuelta al socialismo. Y aun con un liberalismo moribundo incapaz de tener esperanzas de poder, el socialismo es la única alternativa viable al thatcherismo. Pero ¿cuál es la índole de este socialismo?

Sólo puede ser una forma diluida de capitalismo, con impuestos más pesados para pagar el incremento de los servicios estatales, especialmente en lo relativo a sanidad. No puede adoptar la estructura de las industrias nacionalizadas con las que los conservadores tienen problemas para desmantelar. Puede ofrecer un mayor sentido social de responsabilidad, opuesto al oportunismo conservador del pillaje, aunque no podrá ofrecer a la gente lo que ésta realmente quiere: más y más bienes que consumir. En la Europa del Este, donde la flor y nata del socialismo solía estar abastecida (no había otro nutriente), la gente quiere un sistema capitalista donde, una vez que el pan y la salchicha estén asegurados, se produzca una invasión de lavadoras y videocasetes. Ya nadie quiere ideología. El moderado socialismo, particularmente el de tipo cristiano que ofrece Europa occidental, es en realidad una suerte de liberalismo capitalista. Sin embargo, está relacionado con el mercado y con la magia del atractivo consumismo. Esto es lo que el mundo quiere: una forma de thatcherismo.

Desde luego, darle a este monetarismo o mercadeo el nombre de la dama con el que se asocia, es darle mérito por una inventiva y originalidad que no posee. Es un típico producto de la clase comerciante que canta himnos, pero odia las ideas como pura subversión. Habla con un insufrible acento burgués adquirido, que suena afectado. Es, y prácticamente sólo he conseguido mencionarlo a través de un necesario accidente gramatical, una mujer. No es una mujer despreocupada y descuidada del tipo intelectual, sino una mujer que viste con estilo (mucho más elegante que su reina) y que se ocupa con esmero de su peinado. Aún conserva un cierto atractivo sexual que sabe cómo utilizar. También es madre (abuela), que administra correctivos a niños traviesos (ministros de su Gabinete). Existe un cierto estímulo mental en ver al político de mayor éxito de nuestro tiempo, como miembro del sexo tradicionalmente oprimido. El problema con ella es ése: a pesar de su atractivo y su determinación, no es agradable. Churchill, con todos sus fallos, era incluso encantador. También lo era el dandi eduardiano Macmillan. Sin embargo, hemos tenido 10 años de una dama que hiela el corazón y anula la imaginación nacional.

Ella ha hecho surgir, casi como una ley de opuestos, a una especie de estadista que nada tiene que ver con la política. Se trata de Carlos, príncipe de Gales, que está demostrando un genuino interés por el bienestar de una nación que, en poco tiempo, le reconocerá como su monarca. Ha criticado, de manera eficiente, la horrible arquitectura típica de una época utilitaria. Está contra la fealdad y a favor de la compasión. Naturalmente, no tiene más poder que el del ejemplo o la persuasión. No obstante, defiende el lado decente, tolerante y responsable de los británicos: el lado orwelliano, si se prefiere. Si acaso relacionáramos a la señora Thatcher con George Orwell, sería ir demasido lejos. La visión de 1984 era la de una genuina autocracia intelectual, donde una filosofía idealista (la realidad sólo existe en la mente colectiva) le era impuesta al pueblo. La señora Thatcher puede verse a sí misma como Big Sister, pero no es en absoluto tan temible. Se quedará allí sólo el tiempo que la gente la quiera allí. Esto también es lo que, a veces, se conoce como democracia.

Traducción: C. Scavino.

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