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Tribuna:ANÁLISIS
Tribuna
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Nueva Zelanda, en busca de identidad

Sería fácil confundir a Nueva Zelanda con una provincia del Reino Unido que un día fue su metrópoli. Se habla inglés, se juega al cricket y al rugby, las colinas de la isla del sur recuerdan a los downs del condado de Sussex, la soberana es la reina Isabel y, hasta hace bien pocos años, el 90% de sus 3.4 millones de habitantes pensaba en el Reino Unido como si de casa se tratara. Su juventud se dejó la vida en las trincheras de Gallipoli en la primera Guerra Mundial y en los arenales del Alamein en la segunda.

Nueva Zelanda es una sólida democracia occidental, libre e igualitaria. Los kiwis, que es como se conoce a los locales -en honor de su símbolo nacional, el picudo pájaro que también ha prestado su nombre a la célebre fruta-, piensan igual que nosotros en Europa; sus parámetros son parecidos a los nuestros, si se exceptúa un inevitable grado de provincianismo. No existe más que un inconveniente: están en la otra punta del globo, a 20.000 kilómetros de lo que debería ser su hábitat natural.

¿Qué es entonces este trozo de la Inglaterra rural trasplantado a las antípodas? Por sorprendente que parezca, un país que, en la medida en que va encajando su lugar en el mapa (una enorme zona del Pacífico sur a la que identifica crecientemente como su área de interés económico y estratégico), consolida una identidad separada del Reino Unido metropolitano.

Fue, sin embargo, una separación atípica porque el país es reciente y conserva, en cierto modo, un aire de nueva frontera, sobre todo en la isla del Sur. Las casas aún son de madera, los villorrios tienen una única calle ancha y hay enormes extensiones de pradera en las que pastan las ovejas. Cincuenta millones de ovejas, claro, que son procesadas en modernas factorías, pasan por el Consejo de la Carne y, congeladas o semicongeladas, son exportadas al mundo entero.

Un país rico

Nueva Zelanda es un país con una renta per cápita que supera los 12.000 dólares, una inflación reducida al 6% gracias al riguroso monetarismo impuesto implacablemente por el Gobierno Laborista que llegó al poder en 1984. El paro es del 7.3%. Y, aunque sufrieron duramente los efectos del crack mundial de la Bolsa hace dos años, se encuentran en el umbral de una renovada prosperidad. Flota en el aire un ambiente optimista. Convertido en el país de mayor libre comercio de toda la OCDE (después de que el ministro socialista Douglas desmantelara en menos de dos años las considerables barreras arancelarias, antes de intentar aplicar la receta thatcheriana al Estado del bienestar, lo que le costó el puesto en agosto pasado), Nueva Zelanda está creciendo al 2.9%, una tasa espectacular si se considera el desarrollo del que parte.Durante años, Nueva Zelanda dependió de la exportación de mantequilla y carne de cordero al Reino Unido. El ingreso de ésta en la CE complicó las cosas y los kiwis han venido dependiendo de acuerdos renovables con la Comunidad. Con el último, firmado la semana pasada, se han garantizado las exportaciones hasta 1993, con reducciones en la cuantía, bien es cierto, pero también con rebajas espectaculares en los aranceles. Consumidas las botellas de champán, en Wellington se ha reforzado el convencimiento de que el futuro -económico, político, cultural- ha dejado de estar en Europa y se ha trasladado al Pacífico. No sólo han diversificado su comercio (repartiéndolo equilibradamente entre la CE, EE UU, Japón y Australia); se han desgajado de la metrópoli europea de la que arrancaron los colonizadores y se han acabado de convencer de que es posible funcionar como país firmemente occidental, por muy en las antípodas que se esté.

Aunque los primeros asentamientos son de finales del XVIII, el país como estructura politica data del Tratado de Waitangi, firmado en 1840 entre los aborígenes maoríes y los colonizadores pakehas -blancos, británicos y, contrariamente a las colonias penales que poblaron Australia, honestos emigrantes anglicanos-. No existe racismo apreciable y hasta es moda presumir de sangre maorí. Ante 1990, sienten los neozelandeses la misma angustia que los españoles ante 1992: se celebran los 150 años de la creación nacional y, además, la supermoderna capital del Norte, Auckland, acoge los Juegos de la Commonwealth; en todo el país hay 6000 actos previstos, desde un congreso ornitológico hasta un festival del kiwi. Están aterrados ante la posibilidad de que todo ello se convierta, en presencia de su Reina, en un año de "túnicas coloradas, estatuas de bronce y reproducciones de madera".

Medio ambiente

El año de 1990 no dejará de estimular un orgullo de soledad que los neozelandeses cultivan no sin cierta dosis de machismo. Con dos islas como las que tienen, además, son inevitablemente gente de mar y aire libre; una mezcla curiosa de sofisticación y espíritu explorador. De sus costas partieron las primeras expediciones hacia la Antár tica, de su Gobierno ha partido la iniciativa de firmar el Tratado sobre la protección de su medio ambiente y la explotación de sus recursos mineros, en la que España participa.Pero, también, Nueva Zelanda es la región más afectada por el agujero en el ozono y por la subida de la temperatura terrestre. Si el primero ha provocado una extraordinaria toma de conciencia sobre la urgencia de tomar medidas conservacionistas, la segunda no puede sino preocupar a unos gobernantes que, en palabras del ministro de Asuntos Exteriores, "tendrían que contemplar cómo, con la subida del nivel del océano, desaparecen literalmente algunas de las naciones de Polinesia".

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