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Tribuna
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Callejón sin salida

Manuel Rivas

Busqué afanosamente una plaza de identificación. Aquel cul ,de sac se llamaba Madrid St., un callejón sin salida en Short Strand, un reducto católico esquinado y atmosféricamente acosado allí donde comienza Belfast Este, tras cruzar por Queen's Brigde el frío y metálico río Lagan. He olvidado muchas cosas, pues la memoria rumIa y guarda para volver a masticar sabe Dios cuando, pero no consigo borrar los fotogramas de aquel atarceder, con el filtro ahumado de esqueletos de colchones y neumáticos.Habíamos pasado revista a la protestante Newtownards Road, cada fachada con pabellón británico o del Ulster, y apuramos la retirada hacia el tren que habría de devolvernos a la deseada paz provinciana de Dublín, a la que dejamos celebrando la Semana del Caballo. Bendito pueblo éste que festeja a tan noble cuadrúpedo, que exhibe vacas y nubes encapotadas en las postales turísticas, que honra la memoria sagrada de la patata, que busca música y destellos emotivos en el lago negro de la cerveza, que cruza los semáforos en rojo y en tropel, y que sobrelleva el insoportable sonograma veraniego de miles de vástagos de la nueva rica España intercambiando raciales saludos de acera a acera en O'Connell St.: ¡Cabrones! ¡Maricones!

En Belfast habíamos estado, claro, al oeste, en Falls Road, la mítica arteria republicana, permanentemente patrullada en tierra y cielo. Uno de los helicópteros no abandona la vertical del Milltown Cemetery, allí donde el IRA tiene a sus muertos. Muertos y muertos con la leyenda killed in action. Allí están los restos de Bobby Sands, extinguido a los 27 años de edad, en 1981, tras 66 días de huelga de hambre, con otros nueve voluntarios. A partir de aquel episodio estremecedor, David Beresford ha construido uno de los trabajos más reveladores sobre la faz actual del conflicto norirlandés, Ten men dead

Justo enfrente del camposanto, el cuartel general británico en Belfast Oeste, Andersonstown Rd. Barracks, es como un fuerte del género SF, no a prueba de apaches sino de androides o replicantes. Nada se puede ver tras la enorme empalizada de planchas de acero, salvo la torre de transmisiones y la bandera. La cerca está coronada de espino y cámaras de televisión que miran a todos lados La torre de vigilancia es como una gigantesca y blindada cabeza de griflo o casco de samurai.

Cuando se abren los automáticos portones, los soldados de los jeeps y tanquetas van en posición de combate como si el enemigo acechase en todas partes, en las sombras cruciformes y en las ráfagas de viento.

Estos jóvenes, soldados británicos, recibidos hace 20 años como pacificadores por los católicos, el 33% de la población en los seis condados del Norte, tienen, en realidad, miedo, por muy fruncido que lleven el entrecejo. Falls Road es un territorio hostil, con la bandera republicana ondeando en cada pértiga. Welcome to west Beffast. Provo Land. Las paredes y los ojos de los transeúntes se lo están gritando a voces, segundo a segundo. Ser más fuerte y tener miedo es una paradoja tan humana como militar. Se parapetan tras un muro y apuntan durante largo tiempo, e intentan buscar el objetivo en una línea imaginaría desde la boca del fusil hasta que te das cuenta de que lo que ahora quieren es que te largues de una vez con tu puñetera máquina de fotos. Tropezarás de nuevo con la misma patrulla, cuando identifican y cachean a un gentío delante de Divini Mercy, un establecimiento de imágenes religiosas donde Nuestra Señora proclama: I have a plan for Ireland (Yo tengo un proyecto para Irlanda).

No lejos de allí, cerca de la sede de Sinn Fein, protegida con rejas, visores y auténticos menhires de piedra, unos jóvenes pintan un gran mural que representa a dos voluntarios del IRA intentando derribar un helicóptero. Y mientras pintan, el autogiro, el real, los sobrevuela. Otro día he de volver a pasar por allí, el permanente aleteo del pájaro mecánico sobre la cabeza, la silueta de la patrulla ascendiendo desde Castle St., los black taxi, cruzando todo lo veloz que puede un viejo Austin, y nada de muchachos pintores, nada de casi nadie. Un anciano se somete al severo control de dos puertas enrejadas para llegar a una pinta de cerve

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Viene de la página anteriorza. Humean los restos de las hogueras sobre el asfalto. Ha muerto un niño, un chaval de 15 años, por el disparo de una bala de plástico. En las tiendas, entre frutas y legumbres, carteles artesanales condenan el uso de esos proyectiles. Un amigo irlandés me comentará indignado el que los periódicos ingleses pongan young man en lugar de boy, que es lo que era el muerto, un rapaz de 15 años.

Es en ese silencio con pátina de humo, en esa resaca de la batalla que los cuervos aprovechan para decir never, never, es ahí cuando uno adquiere plena conciencia de que ya no está en una ciudad y que ése es, en buena parte, el problema: la desaparición de la palabra. Por todas partes muros, controles y alambres de espino. Nunca he visto tanta alambrada. Las palabras han quedado como guiñapos, colgadas de los espinos. Tampoco cabe atribuir hipocresía a los arquitectos: los nuevos edificios están concebidos para autistas. Puede que la palabra se haya refugiado en las iglesias, cualesquiera que sean, y allí hay muchas, pero ese tipo de palabra, la palabra pura y verdadera, no hace una ciudad. Si la esencia de la ciudad es la palabra mixta, la palabra del pub y de la plaza, la palabra flexible como los colores de un tendal, si esto es así, Belfast no es una ciudad.

Quizá todo hubiera sido distinto sin la forzada partición de 1922, cuando al nuevo Irish Free State se le desgajan los seis condados del Norte. Casi nadie discute hoy que aquello fue un tremendo error. En un reciente libro, In time of war: Ireland, Ulster and the price of neutrality, 1939-1945, Robert Fisk sostiene que, a raíz de la declaración de neutralidad irlandesa en el conflicto mundial, el Gobierno de Churchill inició negociaciones secretas con Dublín y, en un excepcional intento de cambiar la postura de De Valera, aceptaba la unificación irlandesa a cambio de intervención y colaboración militar. La cuestión del Norte rebrotó con fuerza inusitada y con una profunda carga social hace 21 años, cuando los católicos republicanos, discriminados hasta en el voto, ponen en marcha el movimiento por los derechos civiles, contra el que los unionistas protestantes reaccionan con hostilidad. El despliegue de las tropas británicas, en 1969, acabó por ilustrar la otra dimensión del conflicto, la nacional, con algunos desgraciados episodios. Los más belicosos de los republicanos retomaron las históricas siglas y desenterraron el hacha de guerra. Desde entonces, destacados políticos británicos no han dudado en reconocer su dificultad para entender el problema irlandés y su incapacidad para sacarlo del cul de sac en que está estancado. Paralelamente, la ciudadanía británica e incluso la irlandesa del Sur no sólo está harta de un conflicto en el que ya han muerto desde 1969 unas 2.500 personas y han resultado mutiladas o heridas otras 40.000, sino que parece haber optado por un autismo defensivo, aceptando con aparente indiferencia este margen de anormalidad, en el que no faltan para completar el cuadro del cul de sac actuaciones oprobiosas de funcionarios del Estado convertidos en esbirros del fanatismo unionista, al que han facilitado en los últimos tiempos listas negras de militantes republicanos presuntamente vinculados al IRA.¿Y qué han hecho desde -entonces las bombas, la última de las cuales ha callado para siempre a 11 músicos que tocaban con uniforme? Los bombistas voluntarios, con la sangre inflamada de historia justiciera, no parecen conscientes de que hace años que han reventado los tímpanos de las gentes de común. Cada nuevo bombazo refuerza el autismo y ese silencio negro en el que las palabras cuelgan del alambre espinoso. Hay un momento en el que el oído humano rechaza los ruidos molestos y, aunque sigan cayendo obuses, deja de oírlos. La ciudad sólo parece atisbar de nuevo cuando la palabra pesa lo que vale y se mide libremente en una mesa. Hay un cuaderno en el que se reproducen las conversaciones a lo largo de 1988 entre Sinn Fein (43 representantes en las elecciones locales de los 20 distritos del Norte) y el Social Democratic Labour Party (121 representantes), con un esclarecedor debate sobre la inutilidad de la violencia.

Saliendo de Albert Brigde Road, donde señorean las enseñas unionistas, creo ir hacia el tren que me lleve al sur, pero no, atraído por un filtro de humo que me hipnotiza como el ocaso, voy dibujando el perfil de un pequeño suburbio de casas dickensianas, en el que está enclavada, fronteriza al barrio protestante, una de esas comisarías de empalizada de acero. En ese acosado reducto católico está Madrid St. En cada portal, y alineados en la acera, coches de bebé. No pienso en héroes. O quizá sí. Pienso en Sean McBride, impulsor del controvertido informe de la Unesco para un nuevo orden comunicacional en el mundo y que lleva su nombre, ministro republicano de Asuntos Exteriores, fundador de Amnistía Internacional, autor material de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y acaso la única persona que pudo llevar con honra en una solapa el Premio Nobel y en otra el Premio Lenin. "No estoy de acuerdo con el uso de la violencia en el Norte", escribió McBride, en su juventud vinculado al primer IRA, "y creo que si los jóvenes hubieran invertido la misma energía en crear un partido político en toda Irlanda, sur y norte, hubiera conseguido la fuerza suficiente para que se retiraran los británicos por medios políticos".

Heroicas, por sensatas, palabras que devuelven como un eco el callejón sin salida.

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