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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ortografía

CON LA ortografía sucede lo mismo que con la gramática: sólo hay una cosa peor que su aprendizaje -decía don Pío Baroja-, que es no saberla. El promedio de faltas ortográficas de los escolares madrileños es hoy de un 5%: cinco de cada 100 palabras que escriben están mal escritas. Y de estos errores, el 60% son de acentuación; el 20%, de signos de puntuación, y el otro 20%, de palabras propiamente dichas. Teniendo en cuenta que ya no hay analfabetismo estrictamente dicho y que la educación se ha extendido a todos los niveles, la ortografía no se porta demasiado mal, a pesar de todas las polémicas.Bernard Shaw, a principios de siglo, entabló una gran batalla en el Reino Unido para la reforma total de la ortografía; era un maldito irlandés, de los que tanto abundan en la literatura británica. Ahora mismo, en Francia, un libro escrito por un profesor y un sociólogo a favor de la reforma ortográfica ha sido escandalosamente recibido por escritores, académicos... y periodistas en general. Sólo los profesores -sobre todo de ciencias-, sociólogos y lingüistas, en una pequeña proporción, son partidarios de la reforma, así como los alumnos, en su gran mayoría, claro.En estos idiomas, la distancia entre la palabra hablada y la escrita es mucho mayor que en el nuestro; pero también el castellano ha ofrecido un buen flanco para las polémicas, y ello casi desde el principio, desde que Nebrija estableció que hay que escribir como se habla y hablar como se escribe, ideal que nunca se alcanza, desde luego. Y hasta Unamuno se sublevaba contra la tiranía ortográfica, y Juan Ramón se inventaba una ortografía para su propio uso. Pero quien de verdad se acercaba al modelo nebrijano, Baroja, que sí quería de verdad escribir como se habla, respetaba la ortografía a conciencia, más acaso que la sintaxis.

Aquí tenemos una letra que no se pronuncia, la h, que sólo en la pronunciación aspirada puede hacer sentir su presencia, y eso cuando la aspiran, que no suele ser frecuente. Otras dos cuya pronunciación distinta se está perdiendo son la b y la v. La c y la z se confunden según las vocales que siguen, lo que también pasa entre la c, la k y la q, que a su vez necesita ayudarse con la última de las vocales. Pese a que nuestra ortografía sea bastante fonética, mucho más que la de otros grandes idiomas, el frente de batalla está abierto, desde luego. Piensen en la g, en la j, en la ll, en la y.

La Academia, acusada de tímida muchas veces, ha sido, sin embargo, bastante valiente en los últimos años, a veces con exceso: recuerden lo que sucedió cuando quiso suprimir la p de psicología: la palabra cambiaba de significado. Los escritores defienden el sistema establecido, pues ya no es tiempo de vanguardias, a pesar de los experimentos del aventurado Julián Ríos, que mezcla todos los idiomas y todas las ortografías, aunque su intención sea otra. El profesorado está dividido, y tiene razón, pues en buena parte ellos mismos deberían seguir cursos acelerados de ortografía. Al menos los periodistas tenemos correctores y solemos caer más por la errata o por el error de contenidos que por los ortográficos. Y los alumnos escriben como se les enseña y pueden.

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La ortografía no es algo gratuito, sino que obedece a razones históricas, culturales, políticas y sociales. Por regla general suele ser algo lógico y convencional, aunque no esté exenta de absurdos y contradicciones. Y no es una dictadura, sino un resultado. Tampoco es un problema baladí, sino profundo, que se plasma en lo social, en lo político, en lo económico, es signo externo de riqueza cultural y de nivel social, medio de promoción, y así sucesivamente. Tampoco los idiomas son algo fijo, sino que evolucionan, y tan estéril es negarse a cambiar como cambiar por principio. Sólo habría que pedir que antes de cambiar lo que tenemos, lo sepamos bien, esto es, sepamos lo que queremos cambiar, lo que tampoco es tan frecuente.

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